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constitucional no despótico. O, finalmente, los artículos siete, ocho y nueve, que afirman los clásicos principios liberales: la tipicidad de los delitos, la prohibición de analogía en materia penal, la irretroactividad de la ley penal y la presunción de inocencia.

La adopción del esquema individualista y contractualista trae a colación, como ya en parte hemos dicho, dos factores nuevos que conviene ahora reformular.

El primero es ciertamente el factor legicentrista bien presente en la misma Declaración de derechos. Brevemente, el legicentrismo es el punto sobre el cual la revolución media entre individualismo y estatalismo. En efecto, para los revolucionarios franceses y para la misma Declaración de derechos, la ley es algo más que un instrumento técnico para garantizar mejor los derechos y libertades que ya se poseen.

Con el legicentrismo se produce una llamativa corrección del modelo individualista en sentido estatalista. A la imagen de la preestatalidad de los derechos se suma y se sobrepone la imagen, igualmente fuerte, de los derechos de todos que existen sólo en el momento en el que la misma ley los hace posibles en concreto, afirmándolos como derechos de los individuos en cuanto tales, contra las viejas lógicas de estamento. Las dos imágenes conviven en la revolución francesa y se expresan juntas en el gran mito del legislador que encarna la voluntad general, que habla la lengua nueva de la generalidad y de la abstracción. A su máxima autoridad corresponde la máxima garantía de que ningún hombre podrá ser limitado en sus derechos por otro hombre si no es sobre la base de la ley, ahora única autoridad legítima.

Así, sobre la base de la opción legicentrista, la cultura revolucionaria de los derechos y libertades no podrá nunca ser radicalmente individualista ni radicalmente estatalista. Ninguno de los dos extremos es posible en la revolución francesa. Contra el primero será siempre posible recordar que la ley general y abstracta es la primera condición necesaria de existencia de los derechos y libertades en sentido individualista; contra el segundo será siempre posible releer el artículo segundo de la Declaración de derechos: «El fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre», es decir, algo que en cuanto tal preexiste a la voluntad política del Estado y a su ley.

Junto al factor legicentrista encontramos el factor constituyente, que va unido  al modelo individualista, en concreto en lo que se refiere al aspecto contractualista.

En un contractualismo rigurosamente individualista el Estado no es otra cosa que lo que sirve para tutelar mejor los derechos y libertades de los individuos que a él preexisten. El Estado, porque existe la necesidad de tutelar mejor los derechos y las libertades.

La nación o pueblo de la revolución francesa es desde los comienzos un concepto político de carácter claramente combativo.

Derechos y libertades deben, por el contrario, ser afirmados y construidos activamente por parte de la revolución misma contra sus enemigos, sobre el plano prescriptivo, como esperanza de un futuro mejor y más justo.

Esto nos conduce al segundo momento de decisiva diferencia entre la revolución francesa y el modelo tradicional británico. Para diferenciar la primera del segundo no sólo tenemos la presencia de un legislador que debe ser fuerte y con autoridad también en materia de derechos y libertades, sino también la presencia de un poder constituyente del pueblo o nación, dinámicamente proyectado en sentido prescriptivo sobre el futuro, que puede ser formidable instrumento de legitimación, desde abajo, del mismo legislador, pero que puede tender también a amenazar o a destruir del todo su autoridad y que crea el problema, nuevo e inédito, de la relación entre poder constituyente y poder legislativo constituido.

Artículo 6: «La Ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen derecho a participar personalmente o a través de sus representantes, en su formación». Aquí, los constituyentes quisieron deliberadamente dejar abierta, es decir, sin resolver, la alternativa entre democracia directa —«personalmente»— y democracia representativa —«a través de sus representantes»—.La revolución

es tal porque rechaza la dimensión institucional de la representación, ya que afirma el derecho originario del pueblo o nación de autorrepresentarse, evitando así la lógica tradicional del antiguo régimen que quería que el reino fuese tal, es decir, entidad política unitaria, sólo a través de la representación que de él hacía, en sentido unitario, el monarca. En este sentido, aceptar la democracia representativa significaba nada menos que traicionar la revolución ya que suponía volver atrás, a una situación social e institucional en la que el cuerpo constituyente soberano existía sólo a través de la representación que de él hacía una autoridad pública constituida, aunque ahora se trataba del legislador más o menos democráticamente elegido, y no ya del monarca.

En la revolución existe una doctrina que rechaza radicalmente las instituciones de la democracia representativa; pero también existe lo contrario, es decir, una doctrina que exalta sin medida las virtudes de esta última, terminando por dejar en un segundo plano, hasta casi anularlo, al mismo poder constituyente de los ciudadanos.

Este segundo filón de pensamiento nace porque la revolución nos quiere separar de otro aspecto cualificado de la práctica política del antiguo régimen: el mandato imperativo. La negación radical de esta práctica  consistente esencialmente en el poder de instruir minuciosamente y de revocar a los propios representantes por parte de las comunidades territoriales y profesionales que representaban, lleva a la revolución directamente hacia la exaltación de la democracia representativa, entendida como forma de organización política en la que los elegidos son finalmente capaces, en cuanto tales, de representar la entera nación o pueblo, por encima y más allá de las antiguas fragmentaciones corporativas, estamentales y territoriales, libres de todo vínculo de mandato.

Hacer la revolución significa liberarse de la tradición del principio monárquico, es decir, de una tradición orientada en sentido estatalista que quería que el cuerpo político existiese de manera unitaria, como nación, sólo a través de la representación que de él hacía la persona del monarca. En este primer sentido, hacer la revolución significa evitar que se forme, con la figura del legislador elegido más o menos democráticamente, un nuevo soberano que, como el monarca, pretenda ser el prius, el primer presupuesto de toda la dinámica política sin el cual ni siquiera se puede hablar de un pueblo o nación unitariamente concebido. En una palabra, hacer la revolución significa derribar el modelo político, la revolución desconfía de los poderes constituidos, incita a la movilización de los ciudadanos, aspira a la democracia directa y al sufragio universal, a la participación directa del pueblo  en el procedimiento legislativo.

Significó, una democracia representativa basada en el consenso de los ciudadanos pero, al mismo tiempo, capaz de separarse con fuerza de los intereses particulares inevitablemente presentes en el cuerpo electoral, este último de nuevo proclamado soberano. El contractualismo revolucionario, acaba inexorablemente por convertirse en voluntarismo político, que subordina todo el edificio político y la misma constitución a la voluntad directa del pueblo soberano, como tal capaz de cambiar en cada momento las reglas del juego. Y, por el contrario, la doctrina de la democracia representativa, precisamente por oposición a todo esto, tiende a asumir  acentos fuertemente estatalistas, hasta incorporar la soberanía originaria de la nación o pueblo a la soberanía del legislador y de los poderes constituidos en general.

El contractualismo revolucionario acaba inevitablemente por convertirse en voluntarismo político, que subordina todo la política y la constitución a la voluntad directa del pueblo soberano y es de gran poder. Por el contrario, la doctrina de la democracia representativa,  tiende a asu­mir acentos fuertemente estatalistas, hasta incorporar la soberanía originaria de la nación o pueblo a la soberanía del legislador y de los poderes constituidos en general.

Resumiendo; se puede decir que en la revolución francesa están presen­tes dos versiones distintas u opuestas, de las libertades políti­cas («positivas»):

    • Voluntarismo: el ejercicio de las liberta­des y del derecho de voto cobra significado solamente en el contexto de la ciudadanía activa, de la presencia continua y estable del pueblo soberano, organizado en las asambleas primarias de base.
Cabe aquí destacar la Constitución jacobina de 1793 à todos los órganos del Estado y todas las funciones públicas de­ben ser reconducidos al poder soberano originario del pueblo y de sus

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