Las regencia de María Cristina y Espartero

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La regencia de María Cristina (1833-1840)

La regencia de María Cristina duró exactamente lo que la Primera Guerra Carlista. Esta situación no es una simple coincidencia. La Regente intentó frenar el proceso de implantación del liberalismo, ante el cual había cedido sólo por no disponer de otros medios para defender los derechos de su hija.
En lo que concierne a la guerra, ya hemos visto que estos meses de triunfos compartidos, de 1833 al verano de 1835, obedecen más a la desorganización inicial y al error táctico posterior de los carlistas, que a la potencia militar de los cristinos. Políticamente, la reina intentara salvar esta incapacidad con una llamada a la concordia general que, al ser atendida sólo por la segunda de las dos partes, abre por necesidad el proceso de institucionalización liberal. En concreto, en el "Manifiesto de la gobernadora al país", que constituye su primer acto de gobierno, ofrece a los realistas exaltados la defensa de la religión y de las instituciones principales, "sin innovaciones peligrosas", y a los moderados, reformas sólo en la Administración. Desoída la oferta por los carlistas y juzgada insuficiente por los liberales, que reclaman Constitución y Cortes, el Consejo de Gobierno aconseja a María Cristina que atienda a los segundos. Efectivamente, sin el apoyo de la mayor parte del ejército de tendencia liberal, tanto ella como su hija habrían sido desposeídas del trono. De este modo, la evolución política del liberalismo quedó indisolublemente ligada a la guerra, y el resultado final acabó fortaleciendo el papel del ejército como juez decisivo en la pugna entre las diferentes familias políticas liberales para acceder al gobierno. Para ello, en enero de 1834, el Gobierno moderado de Cea Bermúdez es sustituido por el que preside el constitucional doceañista -moderado también, por tanto- Martínez de la Rosa. El nuevo equipo todavía no se pronuncia sin embargo, en un sentido plenamente liberal, sino que, con marcada prudencia, procura dar un paso adelante en la línea de aunar a unos y otros. El nuevo intento cristaliza en el Estatuto Real, promulgado en abril. 

La regencia de Espartero (1841-1843)

En octubre de 1837 los moderados ganaron las elecciones. La derrota progresista se debió al sitio de Madrid y al escándalo por las negociaciones secretas llevadas a cabo con los carlistas durante el asedio. En los siguientes tres años se sucedieron gobiernos moderados que abandonaron la política reformista: la desamortización se ralentizó, se evitó el desarrollo de las leyes sobre derechos individuales, se sustituyó a los principales militares progresistas y se intentó cambiar la ley electoral para disminuir el censo. Los moderados ganaron las sucesivas elecciones a Cortes, pero fueron perdiendo las municipales porque la vieja Ley de Municipios, restablecida en 1836, permitía el voto de todos los vecinos y daba ventaja a los progresistas. La vida política transcurrió con continuos enfrentamientos en las cámaras y en la calle, mientras el ejército, ahora bien dirigido por el general Espartero, conseguía avanzar y arrinconaba a los carlistas, hasta terminar con el conflicto.
Con el final de la guerra desapareció la última razón de consenso entre ambos partidos. Mientras el general Espartero, de talante progresista, se convertía en un héroe popular, el conflicto entre moderados y progresistas se radicalizó con la pretensión del gobierno moderado, apoyado por María Cristina, de modificar la Ley de Ayuntamientos para permitir la elección de alcaldes por la Corona y establecer un sufragio restringido. La reforma iba claramente en contra de la Constitución, y su objetivo declarado era restar influencia a los progresistas, que dominaban en las elecciones municipales.
Los progresistas, al ser aprobada la reforma de la Ley, promovieron una ola de protestas en todo el país en el verano de 1840, y pidieron la intervención de Espartero. De este modo, los progresistas quedaron imposibilitados para acceder al poder en los ayuntamientos, en las Cortes y en el gobierno, es decir, en todas las instituciones, en las que pasó a existir "un monopolio" permanente de los moderados. Con esta situación no quedaba otro recurso que la insurrección. María Cristina viajó a Barcelona para intentar convencer al general de que aceptara un gobierno de consenso, pero Espartero rehusó. La Regente firmó entonces el polémico decreto de Ayuntamientos, y el resultado fue la insurrección de la Milicia Nacional y del Ayuntamiento de Madrid el 1 de septiembre, levantamiento que pronto se extendió por todo el país. Fue entonces cuando Espartero decidió intervenir y presentó a la Regente un programa de gobierno revolucionario. María Cristina no quiso aceptarlo y presento su renuncia como Regente el 12 de octubre de 1840, marchando después al exilio.
La renuncia de María Cristina creó un problema constitucional. Tras varios meses de debate, finalmente el general Espartero asumió una regencia unipersonal en mayo de 1841, iniciando un período que culminaría con su fracaso y caída en 1843.
Con esta solución, de nuevo, como en 1820 y como iba a seguir sucediendo en el futuro inmediato, la posición del ejército iba a determinar el signo de un gobierno liberal cambiante, que continuaría dando bandazos de un extremo a otro.
Una de las razones de tal fracaso estuvo en la división del partido progresista entre los más radicales, partidarios de una mayor democratización del régimen y de acercamiento a los sectores populares, y el resto del partido, que prefería consolidar el dominio de los sectores de clase media y propietarios, los primeros partidarios de una regencia trinitaria y los segundos de una unipersonal . Una segunda causa del fracaso fue su política económica: El gobierno amplió la desamortización en beneficio de los propietarios, lo que le alejó del apoyo popular, e intentó llevar al país hacia el libre comercio (posición hacia la que presionaba el gobierno inglés), con lo que se enfrentó a los industriales textiles y a los trabajadores.
El personalismo de Espartero y su talante militarista fueron otros factores de su fracaso. De todos modos, hay dos constantes en la justificación de diversos actos concretos de unos y otros. Los dos atañen a sendas actitudes que se atribuyen al regente: la política exterior anglófila, con serias implicaciones económicas; otra, su tendencia a gobernar con una camarilla de militares allegados (Los 
Ayacuchos, así denominados por haber participado más o menos conjuntamente en las últimas eventualidades de la Emancipación americana, en concreto en la derrota española de Ayacucho, de 1824). Ya en 1841 sofocó violentamente un intento de pronunciamiento moderado, organizado desde París por hombres del círculo de María Cristina. El intento se saldó con la ejecución de los generales Montes de Oca y Diego de León y un posterior recorte de los privilegios forales vascos, por la colaboración que en dichas provincias encontró la intentona, medida que no pudo hacerse efectiva en la práctica. Por el contrario, en 1842 la oposición le vino de su izquierda. La imposición de la política centralista de los progresistas y el temor a que un acuerdo de libre comercio con Inglaterra pudiera hundir la industria textil catalana, produjo disturbios y manifestaciones en Barcelona, que acabaron por generar una verdadera insurrección popular el 13 de noviembre.
La ciudad de Barcelona que en 1840 había aclamado al Regente, protagonizó la oposición más tenaz durante una rebelión que estalló a finales de 1842 y que tardó dos meses en ser dominada. La capital catalana se estaba convirtiendo en el núcleo fundamental de la moderna industria textil del país. La pretensión de Espartero de ceder ante las supuestas presiones inglesas (de cuyos créditos dependía para hacer frente al crónico déficit de Hacienda) para instaurar el librecambismo, alarmó a los patronos catalanes. Sin la protección de los aranceles aduaneros, la incipiente industria textil catalana estaba indefensa ante las empresas británicas, cuyos precios eran mucho más competitivos ya que en esos momentos el Reino Unido era la primera potencia productora de tejidos (y de otros sectores industriales) en el mundo. Lo que se cernía sobre Cataluña era, pues, la ruina de la industria nacional en beneficio de la competencia extranjera. El entonces coronel Prim, diputado en las Cortes, se lamentaba de la cerrazón del gobierno, que no sólo no ponía fin al contrabando que estaba arruinando a los productores nacionales, sino que además parecía querer cavar la tumba de la industria y la prosperidad del Principado.
También los obreros barceloneses estaban descontentos con el Regente porque había adoptado una serie de medidas que perjudicaban notablemente sus intereses, como la supresión de las asociaciones obreras y la abolición de los arrendamientos urbanos protegidos, lo que permitió a los propietarios de las viviendas aumentar considerablemente el precio de los alquileres. De este modo, confluyeron en el conflicto diferentes tendencias que acabaron movilizando la ciudad contra el Regente. La Junta Popular que se había formado a finales de 1841 para defender a la ciudad del golpe de los generales del Norte fue aglutinando la oposición a Espartero. Estas Juntas ya no representaban únicamente al progresismo, sino que en ellas confluyeron elementos más radicales de signo demócrata y republicano. Las elecciones municipales de diciembre de 1841 mostraron el primer arraigo del ideal republicano entre las capas populares. Entraba en danza la cuestión social y una primera respuesta política que la abordaba más allá de los contenidos políticos progresistas. En los puntos programáticos de la Junta Central republicana de Madrid, además de la supresión del trono, se exponían temas tales como la reducción del presupuesto del ejército, la obligatoriedad de la enseñanza primaria y el reparto de tierras desamortizadas a los campesinos. En otros lugares se añadió la propuesta de abolición d
consumos o el establecimiento de un impuesto para las grandes fortunas como medio eficaz para resolver problemas hacendísticos, y la oposición frontal al sistema de reclutamiento, a las "odiadas quintas". Los resultados electorales llevaron la presencia republicana a importantes municipios españoles, Valencia, Sevilla, San Sebastián, Barcelona, Cádiz, Córdoba, Alicante...
La Junta de Barcelona procedió a derribar la fortaleza de la Ciudadela, levantada en el siglo XVIII por el odiado Felipe V para someter a la ciudad. Este recinto era un espacio utilizable para la edificación en el seno del recinto amurallado que aprisionaba a la ciudad (Barcelona, como otras muchas ciudades españolas, conservaba entonces la cerca o murallas que rodeaba la ciudad), sometida a una fuerte presión demográfica y limitada por su emplazamiento a ocupar una estrecha franja costera entre el monte y el mar. Espartero consideró este acto como una traición y ordenó el asedio de la ciudad, que fue bombardeada desde el mar. La rebelión de Barcelona encontró eco en otras ciudades, particularmente en Valencia y en Sevilla, que encabezó la sublevación andaluza.
Mientras, se producía la reorganización de la oposición en las Cortes, que pretendía ejercer el derecho de control parlamentario sobre los ministros. Por su parte, el Regente no estaba dispuesto a consultar a las cámaras para formar gobierno. En la primavera de 1843 el enfrentamiento entre las Cortes y Espartero llegó a una situación de bloqueo institucional, las Cortes fueron disueltas, pero las nuevas Cortes, apenas se reunieron, obligaron a Espartero a destituir al gobierno y a alguno de sus colaboradores inmediatos. Espartero replicó con una nueva disolución de las Cortes.
El enfrentamiento del Regente con la oposición de las Cortes disueltas y la defección de las ciudades, que habían sido años atrás uno de los principales soportes del acceso de Espartero a la regencia, fue aprovechado por los generales moderados que volvieron del exilio. El general Narváez desembarcó en Valencia y, escondiendo sus verdaderas intenciones, se dirigió a Madrid, donde apenas fue necesario luchar. Mientras, Cataluña había quedado en manos del progresista coronel Prim, que había encabezado allí la oposición antiespartista. Espartero, que se había trasladado al sur en un intento de sofocar la sublevación en Andalucía, acabó embarcando en un buque británico y abandonó el país. Con Espartero en el exilio desaparecía el único hombre que, a pesar de sus errores, podía entonces liderar el liberalismo progresista. Su ausencia dejó el camino libre a los moderados, quienes, una vez más, iban a servirse del ejército para imponer un cambio de timón en la política del país.

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