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Exponer las principales interpretaciones de la Revolución Francesa.

Las principales interpretaciones que se han ofrecido de esta revolución son:

  • La interpretación marxista. Para ésta la Revolución fue claramente un conflicto de clases, que constituyó sobre todo un punto de referencia: aceleró el desarrollo capitalista al romper las vinculaciones feudales sobre la producción y condujo a la burguesía al poder. El resultado: la hegemonía social y económica de la burguesía.
  • La interpretación revisionista. La tesis es que la Revolución no fue emprendida por la burguesía para promover el desarrollo capitalista, sino más bien por grupúsculos de oficinistas y profesionales cuyas fortunas estaban en claro declive por las políticas mercantilistas de Luis XVI. El resultado más importante de la Revolución no sería entonces el capitalismo, sino la creación de una élite de notables más unificada.
  • La interpretación de Tocqueville, para quien la Revolución significó ante todo el aumento del poder del Estado y la centralización política más que el triunfo del capitalismo. La Revolución permitió así establecer un tránsito entre Luis XIV y Napoleón, a la vez que sirvió de vehículo de modernización del Estado

Explicar las principales características de la Revolución Inglesa.

La Revolución inglesa puede ser considerada como una mezcla entre guerra de religión y conflicto de clase, de enfrentamiento de los intereses de la Corona y la alta aristocracia contra la incipiente burguesía. La “Gran Rebelión” es el producto de una fiera y larga disputa entre el Parlamento y la Corona sobre los límites del poder real. Hay que tener en cuenta que la Corona inglesa no consiguió alcanzar nunca las prerrogativas de las monarquías absolutas del continente. Fuera de la armada, Inglaterra carecía de un ejército permanente y de una administración centralizada con funcionarios profesionalizados y asalariados. Para la realización de funciones públicas clave, tales como la recaudación de los impuestos, el rey dependía, en los condados rurales, de un conjunto de servicios no remunerados de los nobles y de las figuras más relevantes de la gentry o nobleza menor; y en las ciudades, de determinados ciudadanos de prestigio. La dependencia por parte de la Corona de todos estos grupos sociales con representación en ambas Cámaras impidió que Carlos I pudiera gobernar más allá de once años sin requerir la convocatoria de un nuevo Parlamento, una vez que lo hubiera desconvocado por negarse a aceptar sus pretensiones absolutistas y su política religiosa.

La nueva convocatoria del Parlamento fue lo que puso en marcha el proceso revolucionario, que culminará en 1649 con la ejecución del monarca y la proclamación de la Commonwealth o República, que a partir de 1653 cobrará la forma de Protectorado bajo la autoridad casi indiscutible de Oliverio Cromwell.

Con el “arreglo revolucionario” de 1689 se cierra el ciclo de luchas civiles y se sientan los presupuestos para la ya indudable supremacía parlamentaria.

Todo este proceso hay que evaluarlo a la luz de los distintos conflictos de ajuste que se fueron produciendo entre los diferentes grupos sociales y la organización del Estado. La quiebra que supuso la ruptura del consenso establecido por los Tudor entre todos esos grupos, así como el correlativo aumento del poder de las clases urbanas, cuyos intereses objetivos fueron compartidos cada vez más por la gentry, permiten evaluar la revolución como una larga y fiera disputa constitucional entre el Parlamento y la Corona sobre quién era el autentico titular de la soberanía. A ello hay que añadir un complejo transfondo de conflictos religiosos. Las creencias religiosas fueron un factor decisivo a la hora de optar por uno u otro bando. La consecuencia fundamental de todo este proceso no fue otra que el acceso al poder político por parte de las élites mercantiles y bancarias, estrechamente asociadas a una nueva clase de propietarios agrícolas contagiados de su mismo espíritu empresarial. Libre empresa e individualismo posesivo van a ser ahora los dos grandes principios que orienten la marcha de este país hacia su dominación mundial.

Los orígenes de la ideología liberal: Hobbes y Locke.

El precursor de la ideología liberal fue Thomas Hobbes, en su obra Teoría de la legitimidad del poder. Hobbes fue el iniciador de lo que se calificaría como individualismo metodológico: la justificación del poder político a partir de un acto de voluntad humana racional o a partir del consentimiento individual.

En Hobbes la sociedad política no tiene un origen “natural”, sino artificial: cada persona “construye”, concertándose con los demás, una “persona civil”. Y a partir de ahí, es preciso justificar de alguna manera la existencia del poder político. Lo que hace en su teoría del contrato social es, en definitiva, responder a la pregunta sobre cómo y por qué “debe” cada persona “reconocer” su vinculación a la autoridad estatal.

John Locke puede considerarse ya propiamente como el primer teórico liberal. Su obra Segundo tratado sobre el gobierno civil contiene los elementos fundamentales de su pensamiento político.

El reconocimiento de la existencia de todo un conjunto de derechos fundamentales de la persona. Estos derechos se justifican todavía recurriendo al derecho natural. Los fundamentales son el derecho a la vida, la libertad, la propiedad o la posesión de bienes. Son derechos que cabe entender como anteriores a la constitución de la sociedad y el Estado y, por tanto, deben ser necesariamente respetados por éste, y no pueden ser eliminados o restringidos si no es mediante el consentimiento de sus titulares. De ahí que el origen de la sociedad civil y el Estado se conciba como el producto de un doble pacto o contrato: uno primero o “contrato social” que no crea todavía la sociedad política, sino que une a las personas en una comunidad que se arroga el poder constituyente; y otro mediante el cual la comunidad entrega su ejercicio a determinados representantes a los que se vincula mediante una relación de confianza.

Entre los derechos naturales figura el derecho de propiedad, y nos encontramos con una justificación del derecho de propiedad como derecho derivado de la necesidad de la preservación, idea a la que se añade la necesidad de que la apropiación no se ejerza sobre bienes ya poseídos y que la acaparación de bienes no excluya el ejercicio de similar derecho por parte de otros. En segundo lugar, se argumenta que el derecho se obtiene mediante el trabajo y el cultivo, que la mezcla del trabajo del individuo sobre algún objeto lo incorpora ya a su misma personalidad. Surge la “invención del dinero”. El dinero va a permitir la posibilidad de acumular una mayor cantidad de riqueza de la derivada exclusivamente del trabajo. En cualquier caso, su teoría constituye una anticipación de la teoría del “valor del trabajo” o, lo que es lo mismo, que el trabajo genera casi todo el valor que tiene la propiedad.

El Estado producto del contrato social no sólo nacerá por consentimiento de los ciudadanos, sino que será un Estado limitado al ejercicio de las funciones antes mencionadas. Existe una limitación de los fines del gobierno(1), una correlativa restricción de sus poderes efectivos(2) para evitar sus potenciales excesos.

(1)Señalar que los poderes del Estado deben estar limitados a la realización de determinados fines específicos equivale a privar al Estado de cualquier legitimidad en lo relativo a la promoción de la vida buena; es decir, la imposición desde los poderes públicos de cualquier doctrina religiosa u otra concepción del bien. Locke ofrece una ardiente defensa de la necesidad por parte del Estado de tolerar todos los credos religiosos y su práctica siempre que no interfieran en el ejercicio de los derechos civiles y no traten de imponerse como religión pública. Al reconocer a la religión como una actividad privada, se la priva de todo su potencial conflictual en el marco de la políticaEl esquema de la tolerancia religiosa saca a la luz uno de los rasgos más característicos del liberalismo, como es su escepticismo hacia la creencia en dogmas o doctrinas que deban recibir un apoyo o impulsión pública, así como el correlativo reconocimiento institucional del pluralismo en una sociedad crecientemente diferenciada y diversa.

(2)El sistema de controles a la acción del gobierno. Siendo el objeto fundamental de la acción política la preservación de los derechos individuales, es necesario establecer todo un sistema de organización institucional que impida posibles excesos en el ejercicio de tales funciones. Entre ellas, Locke menciona las siguientes:

  • El sometimiento de los poderes públicos a la ley, que necesariamente debe sujetarse a las condiciones del contrato originario y evita la arbitrariedad de las acciones públicas e impide, por ejemplo, un uso patrimonial del poder.

Esta conceptualización de una figura que luego recibiría el nombre de Estado de derecho presupone la existencia de un gobierno constitucional y la prioridad de la voluntad de la asamblea legislativa sobre los otros poderes del Estado.

  • La existencia de una efectiva división de poderes, siendo Locke su primer teórico. Se distinguiría entre un poder legislativo, que corresponde al Parlamento, y al que compete la creación de la ley; un poder ejecutivo, en manos de la Corona y su gobierno; y el poder federativo, o la capacidad para llevar a cabo las relaciones exteriores o vincular al Estado mediante tratados internacionales, que se atribuye también al ejecutivo.
  • La necesidad de un gobierno representativo. Se concretaría en la necesidad de que la asamblea legislativa se someta a “elecciones frecuentes” y sea la mayoría de la población la que marque las directrices básicas de la política. La figura del gobierno representativo se vislumbra como la adecuada extensión de la dimensión consensual del poder, y como mecanismo de control del legislativo a través de su creación de la ley. Hay que tener en cuenta que para Locke la libertad se entiende fundamentalmente en su sentido negativo, como el disfrute de un ámbito de autonomía libre de intervenciones externas en el que cada cual es su propio dueño.
  • Argumenta a favor de un derecho de resistencia y a la revolución, entendido como la prerrogativa que queda en manos de la ciudadanía cuando una mayoría de la población siente que sus intereses y derechos vitales han sido conculcados por el poder del Estado, y como defensa frente a la tiranía.

El núcleo moral de la filosofía liberal clásica: Bentham, Mill y Kant.

La fundamentación de los derechos individuales pronto va a prescindir de la necesidad de una justificación de derecho natural. Ahora las reglas que define lo justo o lo injusto se articulan a partir de los deseos de las personas, de lo que es capaz de proporcionarles “utilidad”. Se trata de una ética teleológica o consecuencialista, que busca aunar y maximizar preferencias para conseguir el mayor balance neto de satisfacción o “felicidad” general. El bien de las personas y, por extensión, de las instituciones públicas se define como aquello capaz de producir la maximización de sus deseos, placer o felicidad. La ordenación y regulación de las instituciones sociales será tanto más perfecta cuanto mejor exprese el orden más racional de los deseos y preferencias.

Es en John Stuart Mill donde nos vamos a encontrar una mayor “espiritualización” del principio de utilidad. Consiste en diferenciar la utilidad que de hecho puede poseer un bien y su valor “objetivo” real. Todo bien puede ser diferenciado según satisfaga lo que cabría calificar como intereses de “orden superior” o intereses de “orden inferior”, con independencia de que sean más o menos deseados por una u otra persona concreta. Si efectivamente hay determinados bienes que deben ser satisfechos por su valor intrínseco, procurar la mayor felicidad al mayor número, necesariamente supondría la “imposición” de determinadas políticas y atentar así contra la autonomía y libertad de quienes no son capaces de “ver” la utilidad, felicidad o placer que esos bienes comportan. J.S. Mill se encuentra preso del dilema ilustrado de tener que resolver el problema de reconocer que, por un lado, hay un grupo social capaz de acceder a la racionalidad necesaria para imponer o “sugerir” la dirección que debe seguir el gobierno, pero, por otro lado, no puede hacerlo a riesgo de caer en políticas paternalistas y en contra de la voluntad manifiesta de los ciudadanos. ¿Cómo resolver esa contradicción?

J.S. Mill lo hace dotando de una absoluta prioridad a la libertad individual y a la correspondiente autonomía moral de las personas. El principio de la libertad suscita la necesidad de incorporar este principio a la organización social. El problema deviene entonces en ver cuál es la naturaleza del poder que se puede ejercer legítimamente sobre los individuos. Y la respuesta que da J.S. Mill a este problema es la siguiente: “La única parte de la conducta por la cual es responsable ante la sociedad es aquella que afecta a los otros. En la que únicamente le afecta a él su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu el individuo es soberano.”

Además de las correspondientes políticas sociales de promoción de la igualdad de oportunidades, Mill insiste sobre todo en la necesidad de una reforma educativa que permita el desarrollo de las potencialidades de la persona. Subraya la necesidad de hacer efectiva también una libertad frente al “mundo de la necesidad” y reclama las pertinentes políticas sociales redistributivas.

La más importante fundamentación filosófica de la autonomía moral de las persona nos la vamos a encontrar en la obra de I. Kant. El concepto de justicia kantiano se deriva a priori de la libertad entendida como una ley de la razón práctica, que exige una autoridad concertada para “ordenar” la arbitrariedad individual. El criterio de la universalidad constituye el fundamento del imperativo categórico en el marco de la moralidad: “obra de tal manera que la máxima de tu voluntad pueda valer al mismo tiempo como ley universal”. El problema ahora es la legitimidad. Kant trata de resolverlo al sustituir el contrato social por una mera idea regulativa, un enunciado normativo que no necesita ser derivado desde una situación ideal, es ya norma en sí mismo. El fin del Estado se ve así únicamente referido a la garantía del derecho, y la “idea” del Estado debe estar entonces ajustada a los tres principios del derecho:

  • La libertad de cada miembro de la sociedad en cuanto persona
  • La igualdad de todos entre sí en cuanto súbditos
  • La autonomía en cuanto ciudadanos de cada miembro de la sociedad.

Corolario lógico de este planteamiento es la valoración tan positiva que da al ámbito de lo público, ámbito en el que todos podríamos reconocernos como “persona objetiva” con intereses comunes.

La gran ventaja de este paso estriba en su capacidad para afianzar la naturaleza moral de la persona para dotar de contenido categórico a los derechos individuales. Sirve para afianzar la esencial igualdad de todas las personas en su dignidad como sujetos libres y racionales, que toda persona es un fin en sí mismo y que la esclavitud o la servidumbre niegan tal naturaleza. En definitiva, y esto es lo que realmente pretenderán las declaraciones de derechos, extraer la libertad y dignidad moral humanas del flujo de la historia e imponerlas como un absoluto, que la justicia debe prevalecer sobre cualesquiera que sean las contingencias de la vida social. Su inconveniente más sobresaliente es que se trata de principios demasiado abstractos e indeterminados, dada la necesidad que tiene la argumentación moral deontológico de escaparse de subjetivismo y de la dictadura de las circunstancias a la hora de justificar la prioridad de la justicia.

El núcleo económico del liberalismo clásico: Adam Smith y los ilustrados escoceses.

Igual que en la esfera de la moral y la política el liberalismo tuvo que romper con concepciones anteriores, también aquí es necesario referirse al cambio de perspectiva que introduce la ideología liberal en el ámbito de la producción.

Predominaba una concepción “comunitaria” de la riqueza que poco a poco va dejando paso a una ya puramente individualista, que comienza a reestructurar las relaciones comerciales y económicas entre las personas. Surge la búsqueda de la riqueza como fin en sí mismo a medida que la sanción religiosa va dejando paso a una sanción puramente utilitaria dirigida a satisfacer las necesidades individuales. Esto constituye la precondición necesaria para pasar de una economía de subsistencia a una economía dinámica.

Los procesos de diferenciación social que introduce el tránsito hacia la modernidad van a dar lugar a eso que Weber calificaría como “esferas de valor” autónomas (derecho, moral, política, economía), con sus lógicas propias, que ya no se dejan englobar por concepciones del mundo rígidas y unitarias. Por eso, cuando Adam Smith proclama en La riqueza de las naciones la necesidad de buscar un sistema de organización económica a partir del principio de laissez faire, está clamando en contra de las limitaciones u obstáculos que los Estados de la época imponían a la libre iniciativa individual: privilegios fiscales, organización gremial, aranceles y tarifas varias.

Todo ello explica en gran medida por qué ese énfasis sobre el derecho de propiedad como uno de los derechos fundamentales de la persona: porque, al garantizar la independencia material de los indivíduos, constituye la posibilidad para resistirse a la autoridad política.

El mercado deviene en el punto de encuentro de los distintos intereses y voluntades individuales, que se armonizan, “sin necesidad de ley ni de estatuto”, distribuyendo los recursos de la sociedad de manera óptima para el interés general.

Para que se produzcan estas beneficiosas “consecuencias no intencionadas” es preciso que no existan interferencias del Estado y hubiera total movilidad de los factores productivos, plena ocupación de recursos y soberanía completa del consumidor. Bajo condiciones de competencia perfecta, que impiden la proliferación de monopolios y establecen el adecuado ajuste entre oferta y demanda y el correspondiente sistema de precios, bajo los prerrequisitos de libre mercado se podrían producir estas bondades señaladas.

Otra va a ser la interpretación que se haga por parte de los autores utilitaristas. No hay tal supuesta libertad contractual para aquellos que se ven obligados por las circunstancias a aceptar determinadas condiciones impuestas por los más poderosos. Por otra parte, no está claro que la no intervención o la armonía natural de los intereses individuales en la sociedad produzca los beneficios que los ilustrados escoceses le imputaban. Lo esencial es saber cómo intervenir para no distorsionar los indudables beneficios que comportan el mantenimiento de los derechos de propiedad y la astucia del mercado. Bentham desarrolla determinadas medidas dirigidas a conseguir mayores efectos redistributivos, como no gravar los bienes de primera necesidad, asegurar seguros de vida, vejez y enfermedad y restringir el derecho de herencia. J.S. Mill recomienda importantes medidas redistributivas y educativas.

El Estado de Derecho.

Aunque en sus orígenes restringía su significado al sometimiento del Estado a la ley, su semántica se ha ido ampliando hasta abarcar todos los principios fundamentales y todos los mecanismos procedimentales que permiten garantizar la libertad de cada ciudadano y aseguran su participación en la vida política. Es, pues, una institución que presupone i incorpora la garantía de los derechos individuales y la división de poderes. La incorporación de los derechos fundamentales a la figura del Estado de derecho se ha reconocido también en declaraciones formales tales como la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU, o por la Comisión Internacional de Juristas.

El principio de legitimidad es la expresión que informa al Estado en el liberalismo: los individuos solo deben obedecer a leyes impersonales y objetivamente establecidas, y a las personas únicamente en cuanto que portadoras de una capacidad de actuación jurídicamente establecida.

Además de las declaraciones de derechos fundamentales y la división de poderes, otros elementos del Estado de derecho son:

  • La primacía de la ley. El Estado de derecho vincula la política a la ley y al derecho.
  • La legalidad de la Administración. Este principio exige el permanente sometimiento de la Administración a la ley, mediante un sistema jerárquico de normas: el rango diverso de las distintas normas según la instancia de la que emanan, su grado y ámbito de validez.
  • La independencia del poder judicial. La independencia del juez es a estos efectos decisiva, y se concreta en su total autonomía a la hora de dictar sentencia, únicamente limitada por su conformidad a las disposiciones legales.
  • El exámen de constitucionalidad de las leyes. Es la garantía última que permite mantener la prioridad de la Constitución sobre la ley, y está dirigida a frenar los posibles abusos de legislativo o del ejecutivo.
  • Una serie de proposiciones sobre el carácter y la forma de hacer las leyes, que engloban “derechos procedimentales”: las leyes deben ser minuciosamente redactadas, no deben ser retroactivas en su aplicación, no deben imponer castigos crueles e inusuales, la prohibición de la pena de muerte, o no delegar poderes discrecionales mas definidos o excesivos.

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