Economia española siglo XVIII

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1. Introducción.

  Nos situamos en los dominios hispánicos del siglo XVIII, con el inicio del reinado de Felipe V en 1700. España se veía envuelta en este inicio de siglo en la guerra de Sucesión (100-1715), en la que Francia y los borbónicos españoles se enfrentaron a Inglaterra y a los austriacistas españoles por la sucesión al trono español de Carlos II; finalmente, Felipe de Anjou se convertiría en Rey de España con el acuerdo de rechazar sus derechos al trono de Francia. Se iniciaba así el gobierno de la Casa Borbón en España.

  La situación económica de España en este siglo experimentó una mejora en general, tanto en agricultura, ganadería y pesca como en industria, comercio y pensamiento económico. Aunque los problemas y las limitaciones hicieron dificultoso el progreso económico de España para equipararse a economías como Francia e Inglaterra.

 

 

 

2. Principales reformas de los reyes Borbones en los dominios españoles del siglo XVIII.

2.1. Felipe V (1700-1746).

  Las principales reformas de Felipe V se basaron en el comercio, donde ratificó las medidas mercantilistas, como la prohibición de importar manufacturas textiles o exportar grano; e intentó reanimar el comercio colonial a través de la creación de compañías privilegiadas de comercio. Además, tras el Tratado de Utrecht  en 1713, España tuvo que abrir el comercio con América a Inglaterra, que se benefició en mayor medida que los comerciantes españoles, que estaban sujetos a las reglamentaciones del monopolio de la Casa de Contratación.

 

 

2.2. Fernando VI (1746-1759).

  Fernando VI designó como secretario de Hacienda, Marina e Indias al marqués de la Ensenada, que llevó a cabo la mayor obra reformadora de su reinado. Ensenada propuso la participación del Estado para la modernización del país, manteniendo una posición de fuerza en el exterior para que Francia e Inglaterra considerasen a España como aliada.

  Ensenada llevó a cabo proyectos reformistas como el nuevo modelo de la Hacienda en 1749, en el que intentó la sustitución de los impuestos tradicionales por un impuesto único que gravaba en proporción a la capacidad económica de cada contribuyente. Propuso también la reducción de la subvención económica del Estado a las Cortes y el ejército, con la consiguiente oposición de la nobleza.

  Además creó el Giro Real en 1752, un banco para favorecer las transferencias de fondos públicos y privados fuera de España. Por último impulsó el comercio americano, que pretendió acabar con el monopolio de las Indias y eliminar las injusticias del comercio colonial. Así, se apoyaron a los navíos de registro frente al sistema de flotas, es decir, un barco español que pudiera comerciar libremente con América, lo que incrementó los ingresos y disminuyó el fraude.

 

2.3. Carlos III (1759-1788).

  Carlos III nombró secretario de Hacienda al marqués de Esquilache, quien incorporó señoríos a la Corona, controló a los sectores eclesiásticos y reorganizó el Ejército. La intervención española en la Guerra de los Siete Años necesitó más ingresos, que se consiguieron con un aumento de los impuestos. A la vez, liberalizó el comercio de los cereales, lo que originó una subida de los precios de los productos de primera necesidad a causa de las especulaciones de los comerciantes y de las malas cosechas.

  En el reinado de Carlos III se desarrolló las Sociedades Económicas de Amigos del País creadas por su ministro José de Gálvez. Campomanes, en su Tratado de la Regalía de la Amortización, defendió la importancia de ésta para conseguir el bienestar del Estado y de los ciudadanos con un reparto más equitativo de la tierra.

  En 1787, Campomanes elaboró un proyecto de repoblación de las zonas más despobladas de Sierra Morena y el valle medio del Guadalquivir. Para ello se trajeron inmigrantes centroeuropeos, católicos alemanes y flamencos, para fomentar la agricultura y la industria en unas zonas en constante declive.

  Además, con Carlos III se creó el Banco de San Carlos en 1782 y llevó a cabo la construcción de obras públicas. También inició un espectacular plan industrial, destacando las industrias textiles, de bienes de lujo y de consumo.

 

 

2.4. Carlos IV (1788-1808).

  El reinado de Carlos IV tuvo como uno de los principales protagonistas al conde de Floridablanca, quien inició su gestión con medidas para condonar el retraso de las contribuciones, limitar el precio del pan, restringir la acumulación de bienes en manos muertas, suprimir los mayorazgos e impulsar el desarrollo económico.

  Seguidamente, llegó, en 1792, Manuel Godoy a convertirse en el primer ministro de Carlos IV. Godoy, un ilustrado, impulsó reformas en educación, como la obligación de enseñar ciencias aplicadas en los colegios, y en economía, como la protección de las Sociedades Económicas de Amigos del País y la desamortización de bienes pertenecientes a comunidades religiosas especialmente.

 

 

3. La agricultura en la Península en el siglo XVIII.

  En primer lugar, la vitalidad de las actividades agropecuarias lo que resultaría decisivo para posibilitar a largo plazo el aumento del número de la población. El siglo XVIII en España fue un siglo de recuperación demográfica presionó que produjo un auge en la agricultura. La recuperación demográfica existente desde los últimos años del siglo XVII pudo mantener su pulso fue gracias a que la producción agraria se mantuvo constante.

  La agricultura era la principal ocupación de los españoles, y lo demuestra que el 58% del producto bruto castellano provenía del sector agrario y que, en el censo de Floridablanca se constata que el 70% de la población ocupada se dedicaba a la agricultura.

 

  En este ambiente de marcada dedicación a la agricultura, es fácil comprender que el concepto de reforma agraria acabara tomando cuerpo durante todo el siglo hasta que Jovellanos presentara a las Sociedades Económicas de Amigos del País su Informe sobre la Ley Agraria (1794). En él, Jovellanos abogaba por la derogación de los obstáculos jurídicos, sociales y naturales que mantenían a la agricultura española en una situación de precariedad.

  A pesar de las limitaciones técnicas, la agricultura española aumentó su producción durante la centuria, en especial en la primera mitad. En la mayoría de las regiones la expansión agrícola tuvo un carácter eminentemente extensivo. Nuevas tierras fueron puestas en cultivo por los campesinos a través de la deforestación, desecación de pantanos y albuferas y la construcción de obras hidráulicas y acequias.

  Así pues, la mayor producción agrícola fue el resultado de la extensión antes que de la intensificación. En realidad, en el conjunto español, la productividad por unidad de superficie y tiempo empleado se mantuvo en niveles modestos dado que los medios técnicos de producción eran de escaso desarrollo: el arado romano seguía prevaleciendo, las mulas sustituyeron a los bueyes por lo que la capacidad de profundidad en el arado se redujo, la falta de estabulación del ganado impidió un abono efectivo de los campos y el barbecho tuvo un ligero retroceso. Por otro lado, nuevos cultivos como la patata y el maíz, cultivados en el siglo anterior en la cornisa cantábrica, no tuvo una influencia decisiva en el resto de la Península.

 

  En la agricultura española del siglo XVIII, las limitaciones empezaron a manifestarse a partir de los años sesenta, cumpliendo la ley de rendimientos decrecientes, que consistía en la roturación de nuevas tierras, pero de peor calidad, y al no ser regadas y abonadas convenientemente, los ingresos medios anuales se redujeron.

  Por otro lado, es bien cierto que la institución del señorío impregnaba en términos generales el agro español, pero según las características propias de cada zona se fraguó un mundo particular de relaciones agrarias. Así, en una propiedad de naturaleza compartida como era la feudal, la relación entre señor y campesino arrendador implicaba distintos grados de posesión real de la tierra, cosa que ocurría en lugares como Valencia o Galicia, donde los campesinos se convertían en verdaderos propietarios de la tierra por la longevidad en la duración de los contratos. Por el contrario, en tierras castellanas y andaluzas, los señores mantenían intacta la disponibilidad sobre sus tierras, al tiempo que podían amoldar la renta a la coyuntura económica.

  A partir de esta diferenciación, podemos comprender que la mayoría de las tierras estuvieran en manos del régimen señorial y que fuese un tipo de explotación basado especialmente en la unidad familiar, excepto en los latifundios andaluces.

 

  Con esta agricultura, los gobiernos reformistas, a partir de los motines de 1766 (Motín de Esquilache), comprobaron que el estancamiento podía significar preocupantes conflictos sociales. El objetivo de la política ilustrada fue conseguir más estabilidad social y más rentas para el Estado. Para ello, intentaron defender la creación de una mesocracia rural que, al frente de unidades de explotación familiares produjeran para un mercado cada vez más liberado de trabas y más dirigido a beneficiar a los consumidores. Para alcanzar estas metas, la política ilustrada se centró en dos grandes frentes de actuación: reformar la estructura de la propiedad y las relaciones de producción para liberalizar el comercio de granos y limitar los intereses ganaderos de la Meseta, y la colonización de nuevas tierras, realización de obras públicas desatinadas a favorecer el transporte de mercancías, fomentar la industria popular en el campo y difundir nuevas técnicas y cultivos mediante su divulgación en los periódicos.

  Sin embargo, la resistencia encarnizada de clases privilegiadas y la existencia de una realidad agraria muy plural provocaron medida legislativas más ambiguas o contradictorias que acabaron beneficiando a los que más recursos económicos y jurídicos tenían.

  En definitiva, las ambiciosas ideas reformistas no podían llevarse a cabo si se ponían en cuestión aspectos importantes de la sociedad. Cualquier expropiación o desamortización de la tierra, como los llevados a cabo por Carlos III, conseguía la enardecida oposición de las clases privilegiadas. En cambio, si las medidas se dirigían a dar mayores libertades a los agentes agrarios, entonces las clases humildes se rebelaban, como en el motín de 1766, cuyas causas de fondo fueron el hambre y la subida de los precios de primera necesidad.

 

4. La ganadería española en el siglo XVIII.

  La ganadería vivió una etapa de relativa bonanza tanto en la trashumancia como en la ganadería estante.

  En el siglo XVIII fue un gran siglo para la ganadería en la Meseta. Desde el reinado de Felipe IV (1621-1665) fue la ganadería había conservado importantes privilegios, consiguiendo los ganados meseteños recuperar facilidades para el pastoreo en su trasiego entre las sierras castellanas y las llanuras manchegas, extremeñas o andaluzas. El ganado meseteño producía una excelente lana entrefina que era la preferida por los mercados extranjeros.

  Este tipo de ganadería se repartía entre miles de propietarios castellanos, en especial, entre la nobleza de segundo orden encuadrada en las órdenes de caballería y militares, que consiguió mayor partido al disponer de sus propios pastos. La existencia de esta elite, representada por los Señores Ganaderos Trashumantes de Madrid, implicaba la marginalidad económica de las tierras de pastizales.

  En el caso de la ganadería estante es bien conocida la importancia que tenía en las pequeñas y medianas explotaciones campesinas. El ganado proporcionaba a la empresa familiar parte del abono, servicio de tiro para la labranza y la posibilidad segura de alimento. En un siglo, como hemos visto, la roturación de tierras se extendió enormemente, los conflictos entre ganaderos y agricultores serían una constante en los gobiernos españoles

  En definitiva, la ganadería estuvo marcada por una doble realidad. El siglo XVIII fue bueno para ella al tiempo que el aumento de la demografía ocasionó nuevas roturaciones y con las mismas un retroceso de los pastizales acabó afectando a la cabaña ganadera en el siguiente siglo. Y, en el caso de la lana, la subida de los precios agrícolas frente a los ganaderos hacía que no fuese rentable exportar lana a cambio de importar cereales.

 

5. La pesca y su expansión en el siglo XVIII.

  La pesca en España en el siglo XVIII poseía una verdadera importancia en la economía española. Las pesquerías ocasionaban la activación de varios sectores económicos como la construcción de barcos, la fabricación de aparejos, la salazón de las capturas y el comercio al por menor y al por mayor. Asimismo, el pescado formaba parte esencial de la dieta de una población preindustrial por su bajo coste y su valor proteínico.

  Además, la pesca movilizaba importantes recursos humanos. El Atlántico y el Mediterráneo se encontraban equilibrados en cuanto a efectivos, que en total se contabilizaba en unos 25.000 pescadores y 5.000 barcos de diferentes estilos de pesca. En el norte peninsular, la pesca de altura quedó reducida al mínimo a causa de la práctica de expulsión de los barcos españoles de Terranova (actualmente isla perteneciente a Canadá, pero en el siglo XVIII pertenecía a Inglaterra). En cambio Galicia resultó ser el verdadero paraíso de la pesca de cabotaje con buenas condiciones climáticas. 

  Por el contrario, las costas andaluzas presentaban una modesta actividad, centrada en la pesca del atún y la sardina. En el área mediterránea, era Cataluña la que lideraba este sector, representando el 27% de la flota española.

 

  Dos eran los principales sistemas de pesca, que implicaban dos modelos productivos distintos: sedentarios y móviles. El primero agrupaba la pesca con anzuelo, nasa y cerco; el segundo se dividía en dos ramas: las artes de tiro y de arrastre. En esta última destacaron en el siglo XVIII los bous: se trataba de un sistema de arrastre con una malla fina y tupida, que arrasaba el fondo marino recogiendo todo lo que se encontraba en él. Los procedimientos de arrastre se convirtieron en los más populares, al ser más baratos y rentable que cualquier otro.

 

  Las acciones gubernamentales respecto a la pesca se dirigieron a un triple frente: mejorar las prácticas laborales y la difusión de las mejoras técnicas; reglamentar las artes de arrastre que los ilustrados veían con desconfianza por sus posibles efectos nocivos hacia la naturaleza; y fomentar la pesca de altura a través de ka creación de compañías privilegiadas, como la Real Compañía de Pesca Marítima en 1775.

 

6. El inicio del desarrollo industrial español.

  Con un sector agropecuario poco innovador, que no fomentaba la liberalización de mano de obra, era difícil que se produjera el despegue revolucionario de la industria española.

  En contra de esta realidad, es igualmente cierto que el aumento paulatino de la demografía y los recursos alimenticios posibilitó una mayor demanda de bienes manufacturados, especialmente en la segunda mitad de siglo. Se produjo un crecimiento sin desarrollo, es decir: ka tradición y la innovación estuvieron por igual presentes en la actividad industrial, aunque la primera parece que tuvo más peso que la segunda.

  Desde una visión esencialmente mercantilista, se pensaba que para mantener una balanza comercial favorable era preciso crear una industria nacional potente, capaz de competir con los productores extranjeros y de asegurar el abastecimiento a todos los dominios españoles, tanto peninsulares como coloniales. Para conseguirlo, era necesario realizar tres tipos de acciones que acabaran con el decaimiento de las fábricas: estímulo y regeneración en los diversos grupos sociales, reforma del contexto socioeconómico y organizativo donde se desenvolvía la industria y revisión de las políticas gubernamentales realizadas anteriormente.

  Tomando el conjunto del siglo, la política reformista fue evolucionando de un mayor intervencionismo estatal inspirado por el mercantilismo a una mayor creencia en las virtudes de  la libertad e iniciativa privada defendida por los planteamientos fisiocráticos y liberales.

  La industria artesanal fue la que caracterizó al sector secundario durante todo el siglo. Se trataba de una organización tradicional en la que un maestro en su casa-taller, colaborando con uno o varios oficiales y aprendices, producía un producto que los gremios de la ciudad imponían. El taller era el protagonista de la vida industrial: ocupaban barrios enteros en la ciudad, cuyas calles adoptaban el nombre del oficio que desarrollaban. Sin embargo, las insuficiencias artesanales, especialmente en la industria textil, habían favorecido el desarrollo de la industria rural en bastantes lugares de la geografía española. A finales del siglo XVIII existían en Castilla cerca de 7.000 talleres dedicados a la pañería, la lencería y la sedería.

 

  Aunque las industrias textiles en Galicia, Valencia y Cataluña, y la industria de ferrerías en las tierras vascas, tuvieron un cierto desarrollo económico, la verdad es que el capital conseguido se quedaba en manos de unos pocos comerciantes. El escaso éxito de la industria rural a causa de la poca asistencia de capitales, del atraso de los medios técnicos y de la falta de competitividad, favoreció la creación de manufacturas concentradas apoyadas por el Estado. Muchas de estas nuevas fábricas nacieron al calor de las necesidades estatales. Algunas lo fueron por motivos militares, como la construcción naval en El Ferrol, Cádiz y Cartagena, o las fábricas siderúrgicas de Liérganes y La Cavada. Otras fábricas nacieron con el objetivo de ayudar a las arcas del Estado, como la fábrica de tabacos de Sevilla, o para cubrir las necesidades textiles de la sociedad con la creación de fábricas de lana, seda, lencería y algodón en Guadalajara, Talavera de la Reina, León y Ávila, respectivamente.

  Las autoridades borbónicas de este siglo mostraron su interés en la industrialización de España, participando en fábricas mixtas con capital privado, instalaciones que eran privilegiadas con franquicias fiscales o incentivos para la comercialización. Se constituyeron diversas empresas dedicadas a la industria lanera y sedera. La experiencia no fue muy satisfactoria y dichas empresas industriales sólo parecieron remontar su ascenso y desarrollo en el momento en que pasaron a manos privadas.

  Ahora bien, entre este tipo de manufacturas organizadas con el esfuerzo del capital privado y el apoyo ocasional del Estado, las fábricas de algodón de Cataluña resultaron una de las mayores y más importantes novedades del siglo.

 

 

6.1. La industrialización de Cataluña.

  Cataluña vivió un proceso de industrialización más potente e influyente que cualquier otra región en española. Cataluña representaba el medio de cómo las industrias deberían desarrollarse y relacionarse con el espacio europeo; aunque también tenemos que tener en cuenta que la proximidad de Cataluña a influencias europeas le permitió tener unas ideas más revolucionarias que, por ejemplo, la industria lanera en Palencia. 

  En Cataluña, las empresas estatales instaladas en Barcelona se centraban en las fundiciones de artillería con fines militares, y se encontraban cedidas por asiento a directores privados. Estas industrias dependieron de la demanda militar y por lo tanto tuvieron éxito, en términos generales, mientras tal demanda subsistió, es decir, mientras el Estado tenía dinero. Está claro que el reinado de Felipe V fue una buena época para estas industrias, lo cual no impidió innumerables problemas tecnológicas y de dirección.

  Las fábricas estatales adoptaron la forma de empresa concentrada, es decir, ubicaban todas las operaciones del proceso de producción en un edificio. No hay que confundir el término fábrica con el que se usa para empresas posteriores. La reunión en un edificio respondía a motivos políticos y de concepción laboral de control del trabajo, no a una necesidad técnica que es la que llevará, a finales del siglo XVIII, a la fábrica moderna. Las nuevas tecnologías y métodos no siempre se ensayaron con sexito, si bien siempre se intentaron. En algunos casos, determinadas máquinas no llegaron a implantarse porque suponían una reducción laboral de importancia y también el pleno empleo entraba dentro de los objetivos de estas empresas.

 

  En cuanto a la industria algodonera, hay que señalar que la primera se estableció en Barcelona, en 1738, por Esteban Canals y Buenaventura Canet. Ambos estaban agremiados en su correspondiente sector, pero no había gremio de artesanos del algodón. La industria de indianas se desarrolló deprisa por lo tanto. Se trataba de tejidos de algodón fabricados enteramente en Barcelona, por oposición a los simplemente estampados, que se hacían más tradicionalmente en talleres donde había una mesa de estampar, que daba el dibujo a los tejidos que se importaban de otro país.

  Hacia 1750 las indianas fueron coto de los comerciantes de tejidos, que contrataban con tejedores de otros gremios. Hacia 1740 había unos 12 telares de indianas; en 1750 había ocho fábricas con unos 300 telares. Este espectacular crecimiento se debe en parte a la política proteccionista de Felipe V, que vino a reforzar la acción de la iniciativa privada.

  Referente a la industria de la seda, decir que tenía una ubicación prácticamente urbana. Los grandes centros sederos podíamos hallarlos en Cataluña y Valencia, donde se esforzaron por renovar tecnológicamente la industria desde fines del siglo XVII. Eso supuso que Barcelona mantuvo y aumentó la producción de seda, y también que desde este centro se revitalizaran actividades sederas tradicionales, como la de Toledo, ose crearán nuevos centros sederos como en Madrid.

  Como ocurrió con la industria lanera, la producción de tejidos de seda creció sobre todo en la primera mitad del siglo, para decaer después en todas partes. Barcelona fue un centro que conoció una importante revitalización sedera desde finales del siglo XVII. Pero la Guerra de Sucesión supuso un serio obstáculo a las actividades, y la reactivación posterior no se notaría hasta 1730. En esa década la mayoría de los gremios sederos renovaron sus ordenanzas con vistas a adaptar sus antiguos privilegios a la nueva situación.

  Cataluña, además, sobresalió por sus industrias textiles destinadas a complementos como sombreros y zapatos, e industrias siderúrgicas.

 

7. Comercio mundial de España en el siglo XVIII.

  El comercio ocupó entre los gobernantes una posición de primera línea puesto que para muchos representaba la medida del progreso económico de España. El esperado aumento de la producción agraria e industrial se vinculó a la posibilidad de conseguir nuevos mercados. Y aún más: la política internacional era una manera de conseguir que la economía española se fortaleciese a través de buenos tratados comerciales.

 

7.1. Comercio interior.

  Parece evidente que el aumento de población, la agricultura y la industria, unido a una coyuntura económica buena en el contexto internacional, provocaron un aumento considerable de los intercambios tanto en el ámbito interior como exterior.

  En España, el radio de los intercambios en poco superaba el ámbito local o comarcal a través de los mercados y ferias que por doquier se celebraban. El autoconsumo campesino era elevado puesto que los campesinos se abastecían alimentariamente, producían parte de su propia vestimenta y la mayoría de los utensilios de trabajo o del hogar. Además, las clase productoras tenían poca capacidad de consumo y las rentas acumuladas por los poderosos tampoco representaron un tirón definitivo para el consumo. La penuria de la mayoría de los españoles y la desigual distribución de la propiedad y la renta, eran los problemas centrales para elevar la demanda y el consumo.

  A esto se unía una serie de inconvenientes representados en los intereses corporativos y la imposibilidad de que la Hacienda Real moviese los recursos que se necesitaban. Pero, aún así, los gobernantes pusieron su empeño en eliminar las aduanas interiores entre los antiguos reinos, objetivo conseguido en 1717, sin embargo no pudieron hacer nada contra los peajes interiores, al estar buena parte de ellos en manos de la nobleza. En 1757 se procedió a la anulación de los derechos de rentas generales que gravaban las mercancías con el objetivo de incentivar la libertad de su tráfico. En 1765 se decretaba la abolición de la tasa de grano. A pesar de los esfuerzos, la práctica del comercio prosiguió fuertemente reglamentada durante el siglo por el Estado, los gremios y las autoridades locales.

  Finalmente, fue en tiempos de Carlos III cuando los planes viarios tomaron un impulso definitivo a través de un modelo radial que pretendía unir Madrid con las principales capitales. También se iniciaron una serie de carreteras interregionales y se emprendió la construcción de más de 700 puentes, de numerosos canales dedicados a estimular la comercialización agraria y el arreglo de bastantes puertos marítimos. Los principales productos que se beneficiaron de esta red de comunicaciones fueron las manufacturas catalanas, la lencería gallega, la sedería valenciana, la lana castellana, el pescado y la siderurgia vasca.

 

7.2. Comercio exterior.

  El comercio exterior de la península estaba totalmente en manos de extranjeros. Inglaterra, Francia y Holanda fueron los tres países más interesados en hacerse con el mercado español y americano.

  El papel secundario de España en la política europea de la época, obligó a numerosas concesiones, sancionadas en tratados y acuerdos comerciales, a países como Inglaterra y Francia. Los paños ingleses y franceses, la seda francesa, cereales en años de malas cosechas y herramientas industriales, constituían el grueso de las importaciones españolas. Lana, productos tintóreos americanos, aceite, vinos y otras materias primas, junto con la plata, eran las principales exportaciones hacia Europa.

 

7.3. Comercio con América.

  El comercio americano experimentó importantes cambios. El principal y más importante del siglo ocurrió en 1717, cuando Felipe V trasladó el monopolio americano de Sevilla a Cádiz. En esta época proliferaron también las compañías privilegiadas, impulsadas por la Junta de Comercio y prueba también de una mentalidad mercantilista. Grandes compañías, protegidas por el Estado, obtenían el monopolio del comercio con una determinada región americana (1).

  La segunda gran novedad del comercio con América la constituyó el decreto de libre comercio de 1778. Antes, en 1765, se autorizó a nueve puertos españoles el tráfico directo con islas de las Antillas. Los positivos resultados de la medida hicieron que se ampliase a otras zonas del continente americano. Finalmente, en 1778, se concedido la libertad de tráfico a trece puertos españoles (Sevilla, Cádiz, Málaga, Almería, Cartagena, Alicante, Alfaques de Tortosa, Barcelona, Santander, Gijón, Coruña, Palma de Mallorca y Santa Cruz de Tenerife), y a 22 puertos americanos.

  Por último, en 1790 se suprimió la Casa de Contratación. Gracias a estas dos reformas de Carlos III y Carlos IV, el tráfico con América en los últimos años del siglo creció en torno a un 400% de promedio anual. Algunas zonas peninsulares se beneficiaron de ello, pues la proporción de productos españoles en estos envíos pasó a crecer un 4% más como mínimo en los quince primeros años posteriores a 1778.

 

(1).  La Compañía de Caracas, fundada en 1728 por comerciantes guipuzcoanos, se creó para comerciar con Venezuela, y fue protegida por el Estado. Felipe V: la renovación de España, Agustín González Enciso. Pamplona, editorial Eunsa 2003.



8. Pensamiento económico del siglo XVIII.

  La ciencia económica se fue revelando como un instrumento de combate eficaz frente al pensamiento escolástico y como una disciplina con gran capacidad analítica respecto a los problemas concretos de orden material que había que abordar para lograr la felicidad de los súbditos y la grandeza de la monarquía. Bastantes pensadores se ampararon en la economía al reconocer en ella la ciencia social del siglo.

  Es bien cierto que el pensamiento económico español no tuvo la fuerza y novedad ocurrida en Italia, Francia e Inglaterra; además los estudios de pensadores españoles, como Jovellanos o Campomanes, eran leídos en Europa para conocer España tan sólo. El carácter pragmático y moderado de los reformadores españoles impidió tener una visión de conjunto de la economía nacional y sus políticas.

  Puede afirmarse que el mercantilismo fue la corriente que dispuso de la hegemonía durante la mayor parte del siglo. Un sendero de reflexión económica que buscaba en esencia desarrollar una balanza comercial favorable mediante un incremento de las fuerzas productivas nacionales que impidiese tener que traer del extranjero mercancías pagaderas con la plata americana. Sin embargo, a medida que el siglo avanzó los pensadores económicos españoles empezaron a variar posiciones buscando en otras doctrinas las soluciones prácticas. Así comenzaron a notarse paulatinamente las influencias de la fisiocracia primero y del liberalismo después. La fisiocracia se basa en creer en un orden natural organizado por las leyes físicas que posibilitaban que la naturaleza no consumiera más de lo que producía, permitiendo así la existencia de un excedente neto a distribuir entre las clases sociales. La producción agrícola adquiría así un carácter prioritario.

  En Inglaterra, el liberalismo de Adam Smith creía en la libre iniciativa privada y en el interés individual como principios centrales de la acción económica, siendo el Estado una institución que debía únicamente tratar de evitar las trabas que pudieran oponerse al pleno desarrollo del individuo y sus necesidades. Este liberalismo tuvo una gran acogida en España, aunque tardía en el siglo XVIII.

 

9. Bibliografía.

 

· Felipe V: renovación de España: sociedad y economía en el reinado del primer Borbón, Agustín González Enciso. Pamplona, editorial Eunsa 2003.

 

· España en los siglos XVI, XVII y XVIII: economía y sociedad, Alberto Marcos Martín. Barcelona, editorial Crítica 2000.

 

· Carlos III y su época: la monarquía ilustrada, coordinado por Isabel Enciso Alonso-Muñumer. Barcelona, editorial Carroggio 2003.

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