Bismarck y la construcción de la hegemonía alemana
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Otto von Bismarck (1815-1898), prototipo del señorito agrícola prusiano, era uno de los «junkers» o grandes propietarios agrícolas que constituían el corazón aristocrático de Prusia. No era militar, pero sí concebía la fortaleza bélica del Estado como algo imprescindible para poder llevar a cabo una política exterior contundente y eficaz. Consideraba que las veleidades «liberales» y «socialistas» que se extendían por Europa eran un cáncer terrible que debía ser extirpado sin la menor dilación. Pensaba de un modo similar sobre los católicos alemanes, a los que veía como el gran obstáculo para conseguir que el Imperio lograse establecerse sobre un cuerpo social unido. Pese a todo ello, y al gran número de rivales que encontró en su camino, logró acceder a la cancillería prusiana en 1862 incluso contra la voluntad del rey Guillermo I. Su política tuvo dos objetivos claros: lograr la hegemonía de Prusia en el concierto de las naciones alemanas unidas en un solo Reich y ocupar el lugar en el mundo que le correspondía a Alemania por derecho propio. Para lograrlo, combinó sabiamente sus habilidades políticas y diplomáticas con el poderío militar que Moltke estaba construyendo para Prusia, hasta lograr el objetivo final: derrotar a Francia, el gran rival continental, y fundar un nuevo Imperio Alemán.
Como hemos señalado al principio, Clausewitz, Moltke y Bismarck coincidían en que el enemigo principal de Alemania era Francia y que sólo mediante una clara victoria sobre ese país se podría cimentar el auge alemán. Pero mientras que los dos primeros defendían también la necesidad de derrotar permanentemente a los franceses, Bismarck veía en esa política el germen de un problema mucho mayor. Para Bismarck, la victoria sobre Francia no debía suponer el origen de futuros enfrentamientos con ese país ya que, entonces, Alemania siempre se encontraría amenazada de un modo u otro. El canciller alemán veía más eficaz llevar a cabo una política de acercamiento y contención que garantizase que París no quedase atrapada en un permanente ansia de venganza.
De ese modo, tras la guerra de 1870-1871, Bismarck intentó que el káiser Guillermo I ofreciese unas condiciones a Francia que fuesen aceptables y permitiesen restablecer unas relaciones diplomáticas relativamente normales en muy poco tiempo. Para ello, insistió en que había que respetar la integridad territorial francesa, refiriéndose especialmente a las regiones fronterizas de Alsacia y Lorena. Su propuesta se limitó a que fuesen ocupadas temporalmente para asegurar que los franceses cumpliesen el resto de los términos de la rendición para, finalmente, retirar las tropas. Pero el canciller topó con la oposición frontal del jefe del Estado Mayor alemán. Moltke consideraba que había que debilitar a Francia permanentemente y eso debía incluir dar un golpe en la moral y el orgullo francés, dejándoles claro que habían sido derrotados una vez y que volverían a serlo en el futuro si se atrevían a enfrentarse a Alemania. Para facilitar esa «guerra futura», Moltke aseguró al káiser que era preciso anexionarse Alsacia y Lorena ya que tenían un valor estratégico incalculable (tenían carbón y hierro y, sobre todo, acercaba los puntos de salida de los ejércitos alemanes para la futura ofensiva contra París).