El encuentro surrealista entre Dalí y Gala y su influencia en su obra

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Función

Durante el verano de 1929, Lali recibió una visita que cambiaría su vida y su obra: el poeta Paul Edward y su esposa Gala se instalaron en Calaques. La aparición de Gala marca un antes y un después en la vida de Dalí.

Esta pintura que estamos comentando nos remite a la clave surrealista del encuentro entre el artista y Gala, así como a sus propias obsesiones sexuales. Es fruto de la pasión erótica que solo Gala despertaba en Dalí, pero no puede explicarse solo a partir de ella. Las teorías surrealistas y psicoanalíticas, la infancia del artista y la omnipresencia de la figura paterna son imprescindibles para entender la obra.

La figura central de la obra es un autorretrato del pintor.

Los símbolos sexuales son frecuentes: las lenguas voluminosas y enrojecidas que surgen de la cabeza de un león como si fueran un pene erecto, la mujer que acerca su boca a los genitales de un varón, el lirio símbolo de pureza, es decir, de la masturbación como forma única de actividad sexual para Dalí, ya que para él cualquier otra relación sexual implicaba una situación donde un ser humano debía someter a otro, la langosta que causaba horror al pintor, las figuras que se abrazan rememoran su relación con Gala y sus paseos por la playa, la soledad que provoca esta asociación está sugerida por la figura solitaria de la izquierda de la obra y la sombra proyectada sobre dos diminutas figuras, padre e hijo, que retrotraen a la infancia del autor.

El anzuelo con la cuerda rota recuerda la esencia de Gala, pero también los intentos de la familia por retenerlo.

Las plumas de colores son una referencia a la infancia, mientras que las piedras encima de la cabeza serían manzanas petrificadas que remiten a Guillermo Tell y simbolizan la sumisión del hijo respecto al padre.

Impresión sol naciente.

Descripción.

La hora que estamos hablando ahora es figurativa.

Se nos muestra un puerto con un fondo nebuloso en el que, con dificultad, se distinguen los grandes barcos mercantes al fondo, con sus mástiles y las chimeneas humeantes de la fábrica del puerto. El sol, por una intensa luz naranja, se abre paso, iluminando las tranquilas aguas marinas. Acercándose al espectador, navegantes en pequeñas embarcaciones a remo.

En este cuadro, el autor se aleja de los criterios convencionales de la representación pictórica, obedeciendo a la emoción que le proporciona la contemplación de los diferentes elementos del paisaje, tanto naturales como los que dejan ver los tiempos modernos (barcos mercantes, fábricas, humo, etcétera).

Las pinceladas son brillantes y dinámicas, muy distintas entre sí, no detallan así el cielo tienen distintos trazos que las aguas, donde se superponen no aparecen sueltas. El resultado es una insinuación de un instante, dándole una sensación de objeto: la pincelada sustituye el dibujo, así que los contornos pierden entidad.

Los colores pretenden recoger el instante de una atmósfera efímera, el amanecer cambiante, son azules grisáceos y rosáceos, para la neblina y el humo. En paralelo, contrasta el naranja del sol, su reflejo lumínico en el cielo y las aguas del puerto. Recuerda la atmósfera matutina de Whistler de la vista del Támesis, cuadro conocido por nuestro autor en Londres.

La luz es la protagonista de esta obra, hace vibrar los colores y todos los elementos del paisaje cobran forma y color con la luz naciente. El color adquiere autonomía, unidad y emoción del artista, creando una nueva realidad.

La composición representa una dinámica diagonal indicada por las embarcaciones que no dan sensación de profundidad según su lejanía. Mientras, en el fondo, las andadas y desdibujadas naves mayores proporcionan verticalidad con sus mástiles, junto a sus chimeneas y la fábrica. El sol es el punto de fuga, su forma es más definida y su color es más fuerte.

El resultado es un conjunto de formas imprecisas, que abandonan el interés por el objeto, el espectador se ve comprometido a contemplar la obra, hilando alejarse para acabarlo en su retina.

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