Ética de San Agustín: Felicidad, Libertad y el Problema del Mal
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Ética de San Agustín
La Felicidad como Fin Último (Eudemonismo)
Su ética tiene un carácter eudemonista: se propone un fin, la felicidad. Sin embargo, esa felicidad no puede fundamentarse en los bienes materiales, pues son finitos, no nos llenan plenamente y el miedo a perderlos nos impide alcanzar la felicidad plena. Por ello, la felicidad debe basarse en un bien eterno e inmutable, y este solo puede ser Dios. Para alcanzarlo, hay que renunciar a uno mismo (en el sentido de no ponernos siempre en primer lugar), tener el amor incondicional como guía (tanto a los demás como a Dios) y seguir los mandatos divinos. Quien consiga esto será virtuoso, y quien sea virtuoso logrará ser feliz, pues habrá alcanzado un bien que sabe que nunca va a perder.
El Ser Humano como Agente Libre
El Problema del Mal
Todas las biografías de San Agustín mencionan que el problema que lo apartó de la fe cristiana en la que fue educado por su madre fue el del origen y la legitimación del mal: ¿cómo es posible que un Dios infinitamente bueno haya podido crear un universo como este, lleno de injusticia? Ante esto, San Agustín ofrecerá una solución que aceptarán todos los pensadores cristianos y que supondrá una respuesta a los maniqueos. El mal, como realidad ontológica, no existe, pues:
- Si el mal existe desde siempre, Dios no sería omnipotente, ya que no habría podido vencerlo.
- Si no existe desde siempre y ha tenido un comienzo con el mundo, Dios habría sido su causa, por lo que no sería infinitamente bueno.
Como ambas opciones niegan principios fundamentales del cristianismo, no se admite su existencia. ¿Qué es entonces eso que llamamos mal? Un vacío o ausencia de bien, es decir, de Dios. El mal no puede ser algo positivo en el sentido de algo creado por Dios: la causa del mal no es el Creador, sino la voluntad creada, la voluntad del hombre. De esta forma, todos los aspectos buenos y positivos proceden del Creador, mientras que todos los negativos, en cambio, son producto de la voluntad humana, que tiende destructivamente, en virtud de su libertad, a apartarse del bien y la verdad, esto es, de Dios. El mal es, pues, una privación del recto orden en la voluntad creada. Y si Dios lo permite es porque va a sacar de él un bien mayor que nosotros no somos capaces de entender.
Libre Albedrío y Libertad
Dios, al crearnos a su imagen y semejanza, nos otorga voluntad y libre albedrío, es decir, capacidad de elección. Esta capacidad nos permite dirigirnos hacia Dios o apartarnos de Él y generar mal. Al negarle entidad al mal, hay que afirmar que, cuando hacemos lo que llamamos mal, lo que realmente estamos haciendo es preferir un bien inferior a un bien superior. Así, los placeres de la carne no son un mal, son un bien para la carne, y el error es elegir estos bienes inferiores y privarnos de acceder a bienes de naturaleza superior.
Libertad, Salvación y Determinismo
El tema del mal y del libre albedrío van asociados al tema de la salvación. Los humanos son los responsables del mal y su acción hallará premio o castigo al final de su vida terrenal. Se trata de salvar nuestra alma, caída desde el pecado original y que, por el dominio del cuerpo, nos conduce hacia lo material, a buscar constantemente el placer; es decir, a alejarnos de Dios. Sin embargo, debilitada por obra de la caída, la fuerza del libre albedrío, sin intervención de la gracia divina, no tiene posibilidad de alcanzar para el hombre esa salvación. Nuestra condición nos impide salvarnos exclusivamente por nuestros propios medios. De esta forma, la Gracia es el auxilio de Dios que nos permite, con su ayuda, elevarnos sobre nosotros mismos y alcanzar nuestra meta sobrenatural. Sin ella, nuestras fuerzas son insuficientes. El hombre está predestinado a salvarse o condenarse según lo decida la voluntad divina. Por otra parte, la insistencia en la libertad del ser humano plantea otro problema: si Dios es omnisciente, ¿qué sentido tiene hablar de una libertad de elección si Él sabe de antemano qué decidirá el ser humano? Parece que la omnisciencia divina va emparejada inexorablemente con el determinismo, con lo que el protagonismo de los hombres en su propio destino quedaría eliminado. San Agustín no lo ve así: el hecho de que Dios conozca lo que elegiremos no implica que no lo elijamos nosotros.