Legado Inmaterial: Reflexiones sobre la Memoria y el Tiempo

Clasificado en Psicología y Sociología

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¿Qué se hace de todo lo que una persona acumuló tras su muerte? No me refiero a sus posesiones materiales, a los patrimonios cuya transmisión regulan los códigos civiles. Me refiero al repertorio de experiencias que cada uno de nosotros atesora: esas formas de ver, de concebir el mundo, de intervenir sobre él.

Cada uno de nosotros es, por supuesto, hijo de su tiempo; pero no somos un mero caso equiparable al resto de nuestros contemporáneos. Cada uno de nosotros es irrepetible y con la muerte de cada cual desaparece lo que nadie más podrá reanudar. La muerte nos acosa, la destrucción nos amenaza: esas enfermedades que nos dañan, esos accidentes que nos merman; esas rupturas personales que nos desestabilizan; ese envejecimiento y esa decrepitud que nos volverán irreconocibles. Recordamos lo que hemos sido: durante un tiempo fuimos jóvenes, fuimos fuertes, fuimos bellos incluso. Más aún: recordaremos embelleciéndonos, haciéndonos mejores de lo que en realidad fuimos. En la memoria hay una parte de verdad, pero en esas rememoraciones hay también una cirugía reparadora: creemos recordar a alguien mejor de lo que realmente fue. ¿Y cómo recordamos? Contándonos nuestra propia vida con hilo conductor y con sentido, con congruencia: de manera piadosa o de modo inmisericorde. Porque existe la posibilidad de juzgarnos con dureza.

El viejo puede sentir nostalgia del joven que fue o creyó ser. Pero el anciano puede experimentar dolor por quien fue, justamente: por quien no llegó a ser, por las malas decisiones, por los proyectos que desechó, por las cobardías, por las parálisis, por la estulticia personal. Recordamos para salvarnos, para perseguirnos, para evaluarnos, para contentarnos: el caso es que recordamos contándonos, narrándonos. Narrar es el medio que tenemos para encajar las piezas de una vida. No todas: sólo ciertas piezas. Narrar es el instrumento con el que contamos para dar significado general y particular a lo que nos ha ocurrido y, de mayores, evocamos. Narrar es ponerle orden a lo disperso; darle sucesión a lo simultáneo; atribuir sentido a lo incoherente. Pero no sólo eso. Narrar es matar el tiempo, acelerarlo o detenerlo: hacer como que aceleramos el tiempo o como que lo detenemos.

La prosperidad occidental ha trastornado lo evidente: vivimos en una sociedad de expectativas, en un espacio que recompensa, en un lugar de cambio en el que esperamos prosperar, justamente. Contrariamente a lo que fue la experiencia histórica de otros tiempos, el Occidente cercano nos facilita la vida. Vivimos en un ámbito de optimismos bien fundados: la sociedad no nos determina, pensamos; la sociedad no nos pone obstáculos insalvables o inevitables, como antes sucedía.

El tiempo es seguramente nuestro principal enigma. En todas las culturas y, por supuesto, en el Occidente próspero de hoy. En circunstancias normales, queremos pensar en los niños como una gavilla de posibilidades y en ellos depositamos sensata o exageradamente nuestras expectativas. Queremos pensarlos como una eternidad que felizmente nos sobrepasará, como seres cuya muerte no contemplamos ni contemplaremos. Queremos pensar en los hijos como lo venidero: son beneficiarios de lo mejor y lo mejor, para ellos, aún está por llegar. Con estas impresiones vamos envejeciendo y con esas ideas más o menos compartidas nos forjamos una cierta idea del mundo. Seremos nosotros los que moriremos y no asistiremos al fallecimiento de los jóvenes. Seremos nosotros a quienes la vida lastimará: nuestros hijos, por el contrario, madurarán sin daño ni laceración.

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