Nietzsche y Heráclito: Un Diálogo Filosófico sobre el Devenir y la Identidad

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Nietzsche y Heráclito

Desde su primera obra (El nacimiento de la tragedia), Nietzsche sintió un vivo interés, propio de su condición de filólogo, por la cultura de la Grecia antigua; sin embargo, más que la Grecia ordenada y luminosa del período clásico (la Atenas de Pericles, de Sócrates, del Partenón y las esculturas de Fidias, etc.), Nietzsche se sintió atraído por la Grecia del período arcaico, la época que vio nacer la antigua tragedia y en la que vivieron y pensaron los pensadores presocráticos. De entre todos estos, Nietzsche manifestó siempre una especial simpatía por Heráclito, el pensador del mundo como puro devenir, incesante transformación, conflicto permanente. Nietzsche, apoyándose en Heráclito, piensa que no hay ningún “Ser” fijo, estable y permanente: todo cambia, todo se transforma y “nunca nos bañamos dos veces en el mismo río”, porque en nuestro segundo baño son ya otras aguas las que nos envuelven. Nietzsche ve en Heráclito un precursor de su idea de la “inocencia del devenir”: el continuo fluir del mundo y lo que este trae consigo no pueden ni deben ser juzgados desde ningún “más allá” porque no hay ningún “más allá”. El devenir no es culpable, no tiene finalidad ni intencionalidad, y no hay que tratar de encontrar ninguna intencionalidad o finalidad en nada de lo que existe, pues todo surge, según Nietzsche, de un caos originario de fuerzas inconscientes e irracionales. Y en esto último, en verdad, Nietzsche se aparta de Heráclito, que creía que el devenir estaba gobernado por un Logos que todo lo atravesaba.

Por otro lado, Nietzsche, como Heráclito sugirió, piensa que, del mismo modo que no hay un “Ser” fijo, estable y permanente, tampoco hay propiamente un “yo” fijo, estable y permanente que actúa como sustancia de nuestra actividad mental. No hay “identidad” personal, y en esto Nietzsche –apoyándose en Heráclito– se opone a la concepción tradicional mayoritaria en Occidente desde Sócrates y Platón hasta, al menos, Descartes, según la cual el ser humano se define a partir de un “alma” o “conciencia”, un “yo” racional. Para Nietzsche, el ser humano es un cuerpo en el que se agita toda una variedad de impulsos vitales que lo atraviesan y empujan en diferentes direcciones; nuestras racionalizaciones, por medio de las cuales pretendemos dar cuenta de nuestras acciones, son siempre justificaciones a posteriori de impulsos inconscientes e irracionales que son los verdaderos móviles de nuestras acciones, ignorados por nosotros mismos. El “yo”, el “sujeto” que para la tradición filosófica de Occidente era portador de conciencia, razón (o racionalidad) y libertad, se deshace en un magma de instintos, impulsos y fuerzas irracionales de carácter inconsciente.

Finalmente, digamos que Nietzsche valora en Heráclito lo que entiende que es una relativa apreciación por parte de este del valor de nuestros sentidos como medios de vida e instrumentos de conocimiento –frente a toda la tradición metafísica y epistemológica posterior, a partir de Platón–; si bien Nietzsche le achaca a Heráclito el no haber sido plenamente coherente con este punto y no haber “confiado” del todo en el poder y la verdad de los sentidos.

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