La playa en Khao San Road
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La primera vez que oí hablar sobre la playa fue en Bangkok, en Khao San Road. KhaoSan Road era un territorio de mochileros. Casi todos los edificios se habían convertido en albergues, había cabinas telefónicas provistas de aire acondicionado para llamadas internacionales. Las cafeterías emitían películas recientes de Hollywood, y no podías caminar ni cinco metros seguidos sin toparte con un puesto de cintas pirata.
La función principal era la de cámara de descomprensión para aquellos que estaban a punto de entrar o salir de Tailandia: una especie de casa a medio camino entre Oriente y Occidente.
Aterricé en Bangkok a última hora de la tarde, y cuando llegué a Khao San Road ya era de noche. Mi taxista me guiñó un ojo y me dijo que al final de la calle había una comisaría, así que le pedí que me dejase en el otro extremo. No planeaba cometer ningún delito, pero quería satisfacer su encanto conspirador. Tampoco importaba mucho el lado de la calle en el que estuviera, pues era obvio que la policía no trabajaba mucho. Me llegó el olor a maría tan pronto como salí del taxi, y la mitad de los turistas que me rodeaban estaban colocados.
El conductor me dejó en la puerta de un albergue que tenía un comedor abierto a la calle. Le eché un vistazo a la clientela para hacerme una idea del lugar, y un hombre delgado de la mesa de al lado se inclinó y me tocó el brazo. Lo miré de reojo.
Supuse que sería uno de esos jipis heroinómanos que deambulan entre India y Tailandia. Probablemente habría llegado a Asia hace diez años y convertido un coqueteo ocasional con la droga en una adicción. Tenía la piel envejecida, aunque habría jurado que no tenía más de treinta años. Por la manera en la que me observaba, tuve la sensación de que me quería timar.
—¿Qué? —dije con cautela
Puso una expresión de sorpresa y levantó las palmas de las manos. Luego, juntó el dedo índice con el pulgar en un gesto de aprobación y señaló el albergue.
—¿Es un buen sitio? Asintió con la cabeza.
Volví a mirar a la gente que estaba sentada en las mesas. La mayoría eran jóvenes y parecían simpáticos: unos veían la televisión mientras otros charlaban tras haber cenado.