Transformación Familiar y Participación Educativa: Perspectivas y Desafíos

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En este artículo, Antonio Bolívar analiza cómo han cambiado las relaciones entre la familia y la escuela en la sociedad actual. Estos cambios están marcados por dos fenómenos clave: la desinstitucionalización y la individualización de la familia. La primera significa que la familia ya no actúa como una institución con normas fijas (por ejemplo, ya no se obedece automáticamente a la figura del padre o madre), sino que las decisiones se negocian. La segunda indica que cada persona construye su propio camino vital (es decir, no todos siguen el mismo modelo de vida tradicional como casarse, tener hijos o formar una familia “tipo”).

Esto ha provocado una transformación de la estructura familiar: hay más diversidad familiar (como familias monoparentales, parejas no casadas, familias recompuestas o con padres separados), menos convivencia familiar diaria (por ejemplo, porque ambos progenitores trabajan fuera de casa), y más agentes externos de socialización (como las redes sociales, la televisión, las actividades extraescolares o el grupo de iguales). Como consecuencia, la familia ha perdido parte de su función educadora, y muchas tareas que antes hacía en casa han pasado a la escuela (como enseñar normas, valores o gestionar emociones).

Esto genera una sobrecarga en el sistema educativo, porque ahora la escuela debe encargarse de educar también en lo emocional, lo social y lo moral (por ejemplo, enseñar a compartir, a pedir perdón o a escuchar al otro). Bolívar lo llama “primarización de la socialización secundaria”: la escuela asume funciones que antes eran de la familia (la socialización primaria).

Por ejemplo, muchos niños llegan sin habilidades básicas como el respeto, la empatía o la gestión de emociones (cosas que antes se aprendían en casa), y es el profesorado quien tiene que enseñarlas desde cero. Además, hay una gran desigualdad entre el alumnado dependiendo del apoyo que recibe en casa (algunos llegan con hábitos adquiridos y otros con muchas carencias), lo que amplía la brecha educativa desde la infancia (y hace más difícil que todos tengan las mismas oportunidades).

Para explicar este análisis, Bolívar se apoya en distintos autores:

Pérez-Díaz, Chulea, Valiente, Flaquer y Meil: estudian los cambios estructurales de la familia en España (como el aumento de divorcios, la caída de matrimonios o la incorporación de la mujer al trabajo). Goody (2001): afirma que la familia no desaparece, sino que se adapta a nuevas formas (por ejemplo, con nuevos modelos de convivencia). Beck y Beck-Gernsheim (2003): explican que ahora cada persona diseña su propia biografía (lo que implica más libertad, pero también más incertidumbre y responsabilidad). Dubet y Martuccelli (2000): dicen que ni la familia ni la escuela son instituciones cerradas (es decir, ya no educan por sí solas, sino junto con otros actores sociales). Touraine (1997): habla de la desmodernización, donde la familia pierde su función de socializar de forma estructurada (ya no impone valores; ahora se discuten). Tedesco (1995): propone un nuevo pacto educativo basado en la corresponsabilidad entre escuela y familia (donde ambos compartan tareas y responsabilidades en la educación).

En conclusión, Bolívar defiende que, si queremos una escuela más justa y democrática, es fundamental construir formas auténticas de participación familiar, superar modelos burocráticos y apostar por una educación compartida entre familia, escuela y comunidad.


Estos cambios también han transformado la participación de las familias en la escuela: En los años 80, con la LODE (1985), se crean los Consejos Escolares para fomentar una gestión democrática compartida (donde padres, profesorado y alumnado participaban en la toma de decisiones). Pero con el tiempo se volvieron burocráticos y poco efectivos (solo se firman actas sin que se debatan realmente los temas). A partir de los 90, con la LOPEG (1995), comienza un enfoque neoliberal: las familias son vistas como “clientes” (como si el centro fuera un servicio), y su participación se reduce a elegir centro y exigir calidad, sin intervenir en lo pedagógico (por ejemplo, no opinan sobre los métodos educativos). Leyes posteriores como la LOCE (2002), LOE (2006) y LOMCE (2013) mantienen estructuras formales como los Consejos Escolares, pero con poco poder real (ya no influyen en decisiones educativas de fondo).

Bolívar señala algunas tendencias preocupantes: 1. La participación es pasiva y se basa en la demanda, no en la colaboración (por ejemplo, los padres protestan si algo no les gusta, pero no colaboran en mejorar el centro). 2. Hay segregación educativa, ya que las familias con más recursos pueden elegir centros mejores (lo que aumenta las desigualdades entre el alumnado). 3. Los Consejos Escolares han perdido influencia, y las familias no sienten que su opinión tenga efecto real (por eso muchas no se implican). 4. Se ha instalado la idea de que educar es solo tarea del profesorado, y las familias molestan si se implican demasiado (lo que genera desconfianza y distancia entre ambas partes).

Según investigaciones del propio Bolívar, las razones de la baja participación familiar son: 1. Falta de impacto real: muchas familias sienten que participar no sirve de nada (porque no cambia nada importante). 2. Miedo a represalias: por ejemplo, temen consecuencias si critican a un profesor o una metodología. 3. Ausencia de cultura participativa: muchos docentes ven a las familias como una intromisión (en lugar de como aliadas). 4. Comunicación superficial y poco educativa: las familias reciben solo notas informativas (sin un diálogo real sobre cómo van sus hijos). 5. Participación limitada a eventos sociales (como festivales o talleres), sin influir en decisiones pedagógicas (como el currículo o la evaluación).

Frente a esto, Bolívar defiende un modelo de participación inclusivo, activo y comunitario, basado en el capital social, es decir, en crear redes de confianza y colaboración entre familias, profesorado y comunidad. Propone: 1. Espacios reales de diálogo (como reuniones abiertas donde se escuche y se valore la opinión de las familias). 2. Participación flexible (por ejemplo, a través de talleres, actividades conjuntas, o grupos de trabajo). 3. Implicar a la comunidad (como ayuntamientos, ONGs, asociaciones culturales, etc.). 4. Compartir responsabilidades (no solo exigir a la escuela, sino también implicarse en el proceso educativo).

Este nuevo modelo requiere también redefinir la profesión docente. Para Bolívar, el profesorado debe: 1. Trabajar en colaboración con las familias (no verlas como enemigas, sino como compañeras en la educación del niño). 2. Salir del aula para implicarse con el entorno social del alumnado (entender su contexto, su cultura, su realidad). 3. Fomentar el trabajo en equipo dentro del centro (entre profesorado, orientación, dirección...). 4. Entender que la calidad educativa se construye entre todos, no solo enseñando contenidos académicos, sino también cuidando el vínculo humano y social con las familias.


Jordi Collet-Sabé y Antoni Tort (2011) En este artículo, los autores analizan cómo educan las familias de clase media-alta y alta, centrándose en los valores que priorizan y el modelo de socialización que promueven. Estas familias no solo tienen un elevado nivel económico y cultural, sino que además poseen un gran poder simbólico en la sociedad (es decir, su forma de educar se convierte en modelo de referencia para otras clases sociales). Por eso, su manera de criar se ha establecido como modelo de socialización hegemónico, es decir, como lo “normal” o lo “deseable” en nuestra cultura actual.

Este modelo se basa principalmente en dos pilares: la autonomía y la felicidad. Las familias educan para que sus hijos puedan elegir su camino de forma libre, sin depender de nadie, desarrollando su identidad con autorregulación. Promueven valores como la elección personal, la independencia emocional y el bienestar individual. Esto responde a las exigencias de un mundo cambiante, en el que ya no se busca estabilidad, sino la capacidad de adaptarse constantemente.

Sin embargo, aunque esta forma de educar busca formar personas autosuficientes, también genera riesgos importantes. Entre ellos, se destacan la promoción del individualismo, la ausencia de límites claros, la aceleración de la autonomía infantil (obligar a madurar antes de tiempo) y una visión de la felicidad basada en el consumo y la acumulación de opciones. Por eso, los autores advierten que este modelo, aunque dominante, no es neutro ni universal, y puede tener consecuencias personales y sociales a medio y largo plazo.

Para comprender mejor este fenómeno, los autores se apoyan en los estudios de Kellerhalls y Montandon, quienes identifican tres grandes modelos educativos familiares. El primero es el modelo estatutario, común en clases trabajadoras y cuadros medios, que se basa en la obediencia y la autoridad vertical (por ejemplo, los hijos deben acatar sin discutir lo que se les dice). Aquí se usa un estilo coercitivo, con roles familiares muy marcados (el padre como autoridad y la madre como cuidadora), y suele haber una relación distante con la escuela (por desconfianza o falta de recursos para participar). El segundo modelo es el maternalista, más frecuente en familias populares y de clase media, que combina la autoridad con afecto y cercanía emocional. Aunque se mantiene el control, también hay más diálogo y atención al bienestar afectivo, siendo la madre la figura emocional principal. Finalmente, el modelo más destacado en este estudio es el contractualista, propio de familias de clase media-alta y alta. En este, el objetivo es que el niño aprenda a autorregularse y tomar decisiones desde pequeño, fomentando la autonomía a través del diálogo, la empatía y la negociación (por ejemplo, se les permite elegir la ropa, decidir actividades o expresar opiniones). Aunque se promueve la igualdad de roles, siguen existiendo desigualdades de género en la práctica.

Este modelo contractualista se ha convertido en el modelo dominante en la sociedad actual, y está estrechamente vinculado al tipo de seguridades que ofrece el mundo moderno. Aquí resulta clave la aportación del sociólogo Zygmunt Bauman, quien diferencia entre seguridades primarias (propias de sociedades tradicionales: familia, comunidad, trabajo estable) y seguridades secundarias (propias de la sociedad actual, donde todo es más incierto y cambiante). Estas últimas se basan en tener recursos personales para adaptarse y comenzar de nuevo (como títulos académicos, habilidades sociales o flexibilidad emocional).


En el ámbito educativo, esto se traduce en que los padres preparan a sus hijos para ser capaces de cambiar de carrera, de pareja, de trabajo o de entorno sin sentirse atados ni depender de otros. No comprometerse con nada que les reste libertad es visto como un valor (por ejemplo, evitar relaciones cerradas, empleos fijos o ideologías firmes). Pero esta visión también puede generar ansiedad, miedo al compromiso y sensación de inestabilidad constante. Para investigar estos temas, los autores realizaron un estudio cualitativo con 120 madres y padres de clase media-alta y alta en Cataluña, con hijos entre 3 y 12 años.

Una de las preguntas clave fue: “¿para qué educan?”, y la respuesta más repetida fue: “para que mis hijos sean felices”. No obstante, al profundizar, se vio que la felicidad está muy vinculada a la autonomía, el éxito personal y el bienestar emocional. Se entiende que un hijo será feliz si puede elegir libremente, si no depende de nadie, si logra lo que se propone, y si se siente bien consigo mismo (por ejemplo, tener libertad para decidir su carrera, pareja, amistades, etc.). La felicidad no se concibe como estabilidad o comunidad, sino como capacidad de elegir sin estar condicionado por factores externos.

En contraste, el fracaso se entiende como no poder adaptarse, depender de otros o no tener iniciativa. No se refiere a suspender o equivocarse, sino a quedarse sin opciones o necesitar ayuda. Por eso, estas familias tratan de evitar que sus hijos vivan situaciones que los hagan sentir dependientes o incapaces. Los animan a tomar decisiones por sí mismos, a “reinventarse” si algo sale mal, y a no aferrarse a nada que limite su libertad (por ejemplo, cambiar de carrera si no les gusta, dejar relaciones que no funcionen, buscar nuevas oportunidades).

Pero esta forma de educar también implica tensiones y riesgos. El primero es el del individuo autosuficiente, que da más valor a la independencia que al vínculo. Esto puede dificultar la creación de relaciones duraderas o solidarias (por ejemplo, priorizar el éxito propio antes que el bienestar común). El segundo riesgo es la evasión del conflicto: como se evita imponer normas o decir “no”, los niños no aprenden a tolerar la frustración ni a gestionar límites. Esto puede generar personas poco tolerantes al error o incapaces de aceptar el fracaso. El tercer riesgo es la aceleración de la autonomía: se espera que los niños tomen decisiones desde muy pequeños, lo que puede generar estrés o ansiedad (por ejemplo, tener que decidir con 5 años qué actividades hacer o qué idioma estudiar). Finalmente, la influencia del consumo también es preocupante: la identidad se construye en función de lo que se tiene o se consume (ropa, dispositivos, actividades...), y la felicidad se asocia al acceso constante a nuevas opciones o experiencias, lo que puede crear personas insatisfechas o vacías. En resumen, este modelo educativo busca formar personas libres, autónomas y exitosas, pero corre el riesgo de crear adultos individualistas, inseguros o emocionalmente frágiles.


Martín Gimeno, R. & Bruquetas Calleja, C. (2014) Este artículo analiza cómo ha cambiado la relación entre la clase obrera y la escuela en las últimas décadas en España, centrándose en cómo ha evolucionado el valor que las familias trabajadoras otorgan a los estudios. Basándose en el enfoque del sociólogo Pierre Bourdieu, los autores parten de la idea de que la escuela no es un espacio neutral, sino un lugar donde se reproducen las desigualdades sociales.

El objetivo es comprobar si ha habido un acercamiento real de la clase obrera a la escuela, o si siguen existiendo barreras que impiden un acceso justo al capital escolar. Para ello, se analiza el capital escolar como parte del capital cultural: es decir, la educación formal que proporciona la escuela y que luego se traduce en títulos, credenciales y oportunidades. A través de datos estadísticos y encuestas sociales, los autores demuestran que, aunque ha mejorado el acceso a la educación y la clase trabajadora valora más los estudios, persisten desigualdades importantes, especialmente relacionadas con el apoyo familiar, las repeticiones escolares y las aspiraciones educativas. Para abordar este estudio, los autores utilizan una metodología cuantitativa basada en el análisis de datos secundarios (es decir, ya recogidos en encuestas oficiales como las del INE o el IECA). Esta metodología tiene dos grandes limitaciones: la primera es la dificultad para delimitar la clase social de forma homogénea en los distintos estudios; la segunda, que no se sabe si las respuestas reflejan prácticas reales o simplemente repiten lo socialmente aceptado (por ejemplo, decir “la educación es importante” aunque no se actúe en consecuencia). Para superar la primera limitación, los autores optan por usar el nivel de estudios de los padres como indicador de clase social (por ejemplo, se considera clase obrera a quienes solo tienen estudios obligatorios o inferiores). El análisis se apoya en varios conceptos clave del pensamiento de Bourdieu. La estratificación social hace referencia a cómo se organiza la sociedad en grupos jerárquicos, según el acceso a recursos como el dinero, la educación o el prestigio. Dentro de esa jerarquía, el capital cultural (a diferencia del capital económico —dinero— o del capital social —redes de contactos—) representa los conocimientos, habilidades, hábitos y títulos que permiten desenvolverse con éxito, especialmente en la escuela. Este capital cultural puede ser heredado en casa (por ejemplo, mediante la lectura, viajes culturales o formas de hablar) y es el que más influye en el rendimiento escolar. El capital escolar, por su parte, es una forma específica de capital cultural: se refiere a lo que se obtiene directamente en la escuela (notas, certificados, títulos). Aunque parece neutral, en realidad refleja desigualdades previas (por ejemplo, un alumno con libros y apoyo en casa tiene más posibilidades de sacar buenas notas). Finalmente, el concepto de reproducción se refiere a cómo el sistema educativo, lejos de compensar las diferencias sociales, muchas veces las mantiene o las amplía, favoreciendo a quienes ya tienen ventaja desde el origen. En una cita clave, Bourdieu explica que la escuela reproduce la estructura del capital cultural porque premia las estrategias familiares alineadas con su lógica interna. Es decir, la escuela no valora únicamente el esfuerzo individual, sino que legitima el capital que el alumno trae de casa (por ejemplo, saber expresarse con un lenguaje culto, tener hábitos de estudio, elegir bien los centros escolares...). Las familias con más capital cultural tienen estrategias que la escuela reconoce y premia, y por eso sus hijos tienen más probabilidades de éxito. Así, lo que parece mérito es, en parte, reproducción. En resumen: la escuela no parte de cero, sino que legitima y refuerza desigualdades ya existentes, disfrazándolas de éxito académico individual.


Los datos analizados por los autores muestran una evolución positiva en el logro educativo general en España. Por ejemplo, en la Gráfica 1 (Censos del INE, 1981–2011), se ve una disminución del analfabetismo (del 17,1 % en 1981 al 1,9 % en 2011) y un aumento de personas con estudios universitarios (del 6,4 % al 19,2 %). Los estudios de segundo grado (ESO, FP, etc.) se han convertido en el nivel más habitual desde 1991. Según la Gráfica 2 (INE, 2001), hombres y mujeres tienen niveles similares en educación secundaria (47,2 % y 42,4 %), aunque aún hay diferencias en niveles extremos: las mujeres tenían más porcentaje sin estudios (13,9 %) y los hombres ligeramente más en el nivel universitario (13,0 %). Esto refleja una mejora general, pero con desigualdades persistentes por género y, sobre todo, por clase social. Respecto al acercamiento de la clase obrera a la escuela, el estudio muestra avances, pero también límites. En la Tabla II (IECA, 2010), se observa que las expectativas familiares varían mucho según nivel educativo: solo un 18,9 % de las familias con estudios obligatorios cree que sus hijos llegarán a la universidad, frente al 90 % entre las universitarias. En cuanto a aspiraciones (lo que desean realmente para sus hijos), solo un 12 % de las familias con nivel bajo quiere estudios universitarios, frente al 96 % entre familias con estudios altos. Otro dato interesante es la percepción sobre las tareas escolares. En la Tabla III (CIS, 1990), se ve que las familias con bajo nivel educativo valoran más que haya muchas tareas en casa (34,1 %), mientras que entre las familias con estudios medios o altos ese porcentaje baja al 19,7 %. Esto sugiere que la clase obrera valora el esfuerzo y la disciplina académica como forma de ascenso social. Sin embargo, cuando se analiza la ayuda real con los estudios, aparecen nuevas desigualdades. En la Gráfica 6 (IECA, 2010), se ve que las madres con estudios universitarios explican contenidos escolares en un 72,6 % de los casos, frente al 63,1 % de las que tienen estudios bajos. En la Gráfica 8, el 63,7 % de los adolescentes de 15-16 años cuyos padres tienen estudios bajos afirma recibir poca o ninguna ayuda con los deberes. El porcentaje es aún menor entre quienes han repetido algún curso. Esto se debe, en parte, a la falta de conocimientos para ayudar. En la Gráfica 7 (IECA, 2010), un 86,2 % de las madres con bajo nivel educativo reconoce tener dificultades para ayudar a sus hijos en secundaria. Este problema se reduce al 25 % entre madres universitarias. En cuanto a los resultados académicos, la desigualdad también es evidente. Según la Tabla IV, solo el 36,6 % del alumnado de secundaria (15-16 años) con padres de nivel bajo termina sin repetir, frente al 83,8 % entre los hijos de familias universitarias. En primaria, también hay diferencias: 77,7 % de éxito en familias con bajo nivel frente al 96,9 % en las de nivel alto. El valor otorgado a la educación desde edades tempranas también varía según clase social. En la Tabla I (CIS, 1990), un 43 % de los padres y un 55,6 % de las madres con estudios medios o altos consideran beneficioso llevar a sus hijos a la guardería entre 1 y 2 años. En cambio, solo un 38,6 % de los padres y un 41,5 % de las madres con estudios bajos piensan lo mismo. Además, los padres menores de 35 años valoran más la educación temprana, lo que indica que la edad también influye en estas percepciones. Sin embargo, entre lo que se dice y lo que se hace hay diferencias. Según la Gráfica 4 (CIS, 2009), solo el 31,9 % de las familias con bajo nivel educativo lleva a sus hijos a la guardería antes de los 3 años, frente al 81,2 % de las familias universitarias. Esto muestra una clara desigualdad práctica en el acceso a la educación infantil, determinada por el capital cultural. Por último, aunque la clase obrera ha mejorado su formación, persisten desigualdades en el mercado laboral. La Gráfica 3 (INE, 1987–2011) muestra que el porcentaje de trabajadores obreros con estudios profesionales o universitarios ha aumentado (del 8,2 % al 32,2 %), pero los sectores menos cualificados siguen teniendo menos formación. Esto indica que aunque se ha ampliado la escolarización, no todas las trayectorias laborales se benefician por igual de esa formación.


Joan Giró Miranda y Sonia Andrés Cabello (2016) Este artículo analiza la visión que tiene el profesorado sobre la participación de las familias en los centros educativos. A partir de una investigación cualitativa, los autores exploran cómo perciben los docentes esta implicación familiar y qué tensiones o barreras emergen en esa relación. Aunque en el discurso general se reconoce que la colaboración con las familias es importante, en la práctica surgen sentimientos como desconfianza, juicio, incomprensión y una fuerte necesidad de marcar límites entre ambos espacios.

El profesorado tiende a ver la participación como algo positivo “en teoría”, pero problemático en la práctica. Muchos docentes expresan temor a la intromisión, a perder el control del aula o a ser juzgados. En este marco, surgen dos conceptos clave: la pseudoparticipación (cuando se permite a las familias opinar, pero sin poder real de decisión) y la relación clientelar (cuando algunas familias se comportan como si la escuela fuera un servicio que debe “dar resultados”, sin implicarse en el proceso educativo). Esto genera una dinámica de tensión que dificulta construir una relación educativa real y equitativa.

Los docentes suelen expresar su visión en torno a cuatro palabras clave: desconfianza, barreras, juicio e incomprensión. En primer lugar, la desconfianza se traduce en que las familias son vistas como posibles invasoras del espacio profesional docente (por ejemplo, cuando se las percibe como fiscalizadoras o controladoras del trabajo del profesor). En segundo lugar, se crean barreras simbólicas y físicas para limitar hasta dónde pueden implicarse las familias (como permitir reuniones informativas, pero no darles voz en decisiones pedagógicas). En tercer lugar, aparece el juicio: los profesores sienten que son evaluados por las familias, especialmente si estas tienen un alto nivel cultural o académico (lo que genera inseguridad). Por último, existe una fuerte sensación de incomprensión, ya que muchos docentes sienten que las familias no valoran ni entienden la complejidad de su labor (por ejemplo, la gestión de la diversidad, los conflictos emocionales o la presión curricular).

La investigación que sustenta el artículo es de tipo cualitativo y se llevó a cabo en 31 centros educativos (tanto públicos como concertados) situados en Cataluña, Aragón, Baleares y La Rioja. Para obtener la información, se emplearon técnicas como entrevistas a equipos directivos, profesorado, familias y otros agentes, así como observación directa en los centros para ver cómo se manifiesta realmente la participación. Las variables analizadas fueron el tipo de centro, el contexto geográfico (rural o urbano), la etapa educativa (infantil, primaria o secundaria) y la diversidad del alumnado. El objetivo era comprender cómo se vive y se percibe la participación familiar según cada contexto y qué elementos la dificultan o la potencian.

Según los autores, uno de los problemas principales es que la participación real está lejos de lo que debería ser: corresponsable, horizontal y basada en el reconocimiento mutuo. Muchas veces se concibe la escuela como un espacio exclusivo del profesorado, especialmente en lo académico, y se relega a las familias a un papel de espectadoras o auxiliares. Participar no debería significar solo “ser informado” o “dar una opinión”, sino tener capacidad real para incidir en el proyecto educativo del centro. Además, ni los docentes ni las familias son grupos homogéneos: dentro de ambos colectivos hay distintos grados de formación, apertura, interés o capacidades.


No todos los profesores rechazan la participación, ni todas las familias la buscan o saben cómo ejercerla. Sin embargo, la distribución actual de responsabilidades está claramente desequilibrada: se espera que la escuela se haga cargo de todo (académico, social, emocional...), mientras que las familias, o bien se desentienden, o bien exigen resultados sin comprometerse. Ante esta situación, muchos docentes responden poniendo límites estrictos para proteger su espacio profesional.

Los principales resultados del estudio muestran una aceptación muy condicionada de la participación: se tolera siempre que no comprometa la autonomía del docente. Es frecuente que se establezcan límites claros para evitar que las familias “entren” en lo pedagógico o cuestionen las decisiones académicas. La figura del profesor aparece como alguien que se siente desprotegido, presionado y poco valorado, especialmente cuando trabaja en contextos donde las familias tienen un alto nivel cultural (lo que intensifica el miedo al juicio). También se identifica una gran falta de formación específica en participación familiar, tanto en los docentes como en las propias familias, lo que dificulta avanzar hacia modelos más democráticos.

La pseudoparticipación es la forma más extendida de implicación familiar en los centros escolares. En ella, se “da voz” a las familias (por ejemplo, en reuniones o encuestas), pero sin capacidad real de influencia (las decisiones ya están tomadas). Al mismo tiempo, se observa que algunas familias adoptan una postura claramente clientelar: se comportan como si fueran clientes que contratan un servicio y esperan resultados (como buenas notas o buena conducta), sin participar ni asumir responsabilidades en el proceso educativo. Esto refuerza la distancia emocional y profesional entre ambos mundos, y rompe la posibilidad de construir una escuela verdaderamente participativa.

En conclusión, el artículo deja claro que la relación entre escuela y familia sigue marcada por tensiones estructurales. Aunque ambas partes reconocen la importancia de colaborar, en la práctica todo se ve limitado por barreras simbólicas, desconfianza mutua y una fuerte asimetría en la toma de decisiones. Los docentes se sienten invadidos, juzgados y poco comprendidos, y eso refuerza su necesidad de proteger su espacio. Por su parte, algunas familias se desentienden o se colocan en una posición exigente sin implicación real. Los autores proponen superar el modelo de pseudoparticipación y caminar hacia un enfoque más horizontal, basado en el respeto mutuo, el diálogo real y la corresponsabilidad. Para lograrlo, es necesario repensar el papel de cada actor, ofrecer formación específica sobre participación educativa y transformar la cultura escolar desde dentro.

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