Cuentos infantiles

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El hijo de la lavandera

Desde el principio se destaca la crueldad de los niños del administrador frente a un niño raquítico, que siempre ayudaba a su madre llevándole el balde lleno de ropa recién lavada. La voz narradora, que ahora adopta el lenguaje de los niños enemigos, usa aumentativos despectivos; por ejemplo: cabeza-cabezón-cabezota, monda lironda cabezorra; palabras compuestas: melón-cepillo, cabeza-sandia; el adjetivo idiota referido a cabeza, todas con aspecto despreciativo. El adjetivo gorda se sustantiviza para denominar a la madre y ridiculizarla. El único caso de compasión es cuando se utiliza la comparación «parecían dos estaquitas secas», reforzada por el diminutivo cariño­so, referido a las piernas. El odio almacenado por los chicos se descarga contra este niño indefenso al que apedrean (puede ser que hasta la muerte) «allí donde el beso», giro coloquial: en el lugar de la cabeza donde su madre lo besó cuando lo lavaba.

El árbol

En la niñez los sueños se entrecruzan constantemente con la rea­lidad, borrándola, anulándola y trascendiéndola. En el árbol encontra­mos una plasmación aérea y a la vez telúrica de los afanes infantiles. Todos los días, al regresar el niño de la escuela, miraba por las ventanas de un palacio y se quedaba absorto largo rato en la con­templación de un árbol fantásticamente plantado en la sala, hasta convertirse esta visión en una obsesión creciente, que desembocó en fiebre, y la fiebre condujo a la muerte, representada simbólica­mente por la noche. Noche que, como en los místicos, apunta a dos campos opuestos: oscuridad sensible y claridad espiritual. Vemos finalmente al niño perdiéndose en las ramas del prodigio, sin escuchar ya las palabras «no importa, niño, no importa» que su madre pronunciaba siempre para intentar disuadirle de su alucinación.

El niño que encontró un violín en el granero

Este cuento trata de nuevo el tema de la voz perdida. Sor­prende que el cabello del protagonista se curve como virutas de ma­dera; pero esta metáfora hará comprender el argumento. Zum-Zum se alejaba de todo y de todos, parece dominado por la pereza, pero lo que realmente le interesa es el violín, que tiene las cuer­das rotas. El cuervo es su enemigo y le desprecia, pues lo considera un inútil. El perro y el caballo conocen el final de Zum-Zum; cuando su hermano toca el violín suena una música terrible, las muchachas reco­nocen en ella la voz de Zum-Zum, el pobre niño tonto. Sus labios cerra­dos, como una pequeña concha, cerrada y dura, anticipan la muerte del niño, quien prefiere morir para que el violín recobre su voz. El niño levan­ta los brazos y se transfigura, como un pequeño dios, cuando todos sus dedos brillan con el sol. Bajo la risa perversa del cuervo, los chicos, que no entendían nada, creen que el niño muerto es un muñeco. El perro lo recogió y se aleja del absurdo y tonto baile de la granja. Solo el perro y el ca­ballo saben la naturaleza de Zum-Zum: es la voz del violín.

El otro niño

Este niño es completamente distinto a todos, un niño que no se metía en el río, ni buscaba nidos, etc. Hay un signo de indicio —los dos dedos de la mano derecha unidos, en actitud de bendecir— hace comprender a la señorita Leocadia que es el niño del altar. Ni siquiera su juboncillo de terciopelo, bordado en plata, le había llamado la atención.

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