Descartes 2
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Descartes justificaría su proceder mediante la distinción entre el ordo essendi (que establece qué cosas son las primeras en la realidad) y el ordo congnoscendi (que establece qué cosas son la base de nuestro conocimiento subjetivo).
Sin embargo, mi conocimiento de Dios sigue estando mediado por el conocimiento que poseo de mí mismo.
Si puedo llegar a conocer al Creador, es sólo a través de mi propio Yo. Descartes se ve obligado a introducir a Dios desde fuera, como cuando especula con la posibilidad de que Dios le engañe justo antes de la hipótesis del genio maligno, y que el filósofo únicamente puede justificar alegando que se trata de recuerdos o creencias comunes.
Desde un punto de vista estrictamente cartesiano, la presencia de la idea de Dios en la mente del hombre parece operar como condición de la existencia de Dios. Y, aunque la sustancia infinita proporcione una garantía a posteriori, ello no óbice para que el sujeto pensante cartesiano nunca pueda estar tan seguro de la existencia del ser supremo como la de la suya propia. Si nos obstináramos a mantener la hipótesis del genio maligno más allá de lo razonable, negando de manera categórica la validez del argumento de la huella, lo único que quedaría en pie sobre las ruinas de Dios sería el ego cogito.
Por una parte, Descartes afirmar que ya ha demostrado la existencia de Dios y muestra una cierta confianza al respecto. Pero al poco tiempo, emprende una nueva demostración. No las tenía todas consigo.
Descartes se sirvió de un argumento con una larga historia filosófica. Es el llamado argumento ontológico. Descartes va a intentar demostrar la existencia de Dios atendiendo únicamente al concepto de Dios mismo. El acceso al ente supremo ya no estará mediado por la autoconciencia del yo pensante, ni dependerá de ninguna impronta divina. Todo gira alrededor de los constituyentes internos de la idea.
Yo sé que la esencia de Dios contiene todas las perfecciones posibles, ya que es el ser más perfecto. Supongamos que Dios no existe. En ese caso, carecería de una perfección, ya que no existiría. Pero si careciera de algo (de existencia) entonces no sería Dios, ya que acabo de definirlo como el ser sumamente perfecto. Por tanto, si me atengo a esta definición, Dios existe. Descartes otorga al argumento ontológico la consideración de prueba concluyente de la existencia de Dios.
El argumento ontológico se convierte, junto al cogito, en la evidencia fundamental, en la medida de todas las verdades evidentes. El filósofo otorga a Dios el papel de piedra angular de su sistema y, por ende, lo convierte en la instancia última de la verdad.
Si puede volver a creer en la verdad de los teoremas matemáticos cuando ésta se presenta de manera clara y distinta; si ya no tiene motivos para pensar que la aparente evidencia de algunas de sus deducciones sea consecuencia de las malas artes del genio maligno, la causa de todo es la garantía que proporciona la existencia de Dios.
Todas las verdades, sin excepción, lo son en la medida en que es indudablemente cierto que Dios existe.
La verdad es posible sólo si hay Dios. El cogito había permanecido agazapado todo el tiempo y ha vuelto a surgir en el último momento, justo cuando el filósofo reformulaba el concepto de evidencia sobre la base de su conocimiento del ser sumamente perfecto. Ha establecido vínculos tan fuertes con su yo pensante, que ni siquiera al considerar de manera objetiva la idea de Dios parece haber logrado distanciarse de sí mismo.
Sin embargo, mi conocimiento de Dios sigue estando mediado por el conocimiento que poseo de mí mismo.
Si puedo llegar a conocer al Creador, es sólo a través de mi propio Yo. Descartes se ve obligado a introducir a Dios desde fuera, como cuando especula con la posibilidad de que Dios le engañe justo antes de la hipótesis del genio maligno, y que el filósofo únicamente puede justificar alegando que se trata de recuerdos o creencias comunes.
Desde un punto de vista estrictamente cartesiano, la presencia de la idea de Dios en la mente del hombre parece operar como condición de la existencia de Dios. Y, aunque la sustancia infinita proporcione una garantía a posteriori, ello no óbice para que el sujeto pensante cartesiano nunca pueda estar tan seguro de la existencia del ser supremo como la de la suya propia. Si nos obstináramos a mantener la hipótesis del genio maligno más allá de lo razonable, negando de manera categórica la validez del argumento de la huella, lo único que quedaría en pie sobre las ruinas de Dios sería el ego cogito.
Por una parte, Descartes afirmar que ya ha demostrado la existencia de Dios y muestra una cierta confianza al respecto. Pero al poco tiempo, emprende una nueva demostración. No las tenía todas consigo.
Descartes se sirvió de un argumento con una larga historia filosófica. Es el llamado argumento ontológico. Descartes va a intentar demostrar la existencia de Dios atendiendo únicamente al concepto de Dios mismo. El acceso al ente supremo ya no estará mediado por la autoconciencia del yo pensante, ni dependerá de ninguna impronta divina. Todo gira alrededor de los constituyentes internos de la idea.
Yo sé que la esencia de Dios contiene todas las perfecciones posibles, ya que es el ser más perfecto. Supongamos que Dios no existe. En ese caso, carecería de una perfección, ya que no existiría. Pero si careciera de algo (de existencia) entonces no sería Dios, ya que acabo de definirlo como el ser sumamente perfecto. Por tanto, si me atengo a esta definición, Dios existe. Descartes otorga al argumento ontológico la consideración de prueba concluyente de la existencia de Dios.
El argumento ontológico se convierte, junto al cogito, en la evidencia fundamental, en la medida de todas las verdades evidentes. El filósofo otorga a Dios el papel de piedra angular de su sistema y, por ende, lo convierte en la instancia última de la verdad.
Si puede volver a creer en la verdad de los teoremas matemáticos cuando ésta se presenta de manera clara y distinta; si ya no tiene motivos para pensar que la aparente evidencia de algunas de sus deducciones sea consecuencia de las malas artes del genio maligno, la causa de todo es la garantía que proporciona la existencia de Dios.
Todas las verdades, sin excepción, lo son en la medida en que es indudablemente cierto que Dios existe.
La verdad es posible sólo si hay Dios. El cogito había permanecido agazapado todo el tiempo y ha vuelto a surgir en el último momento, justo cuando el filósofo reformulaba el concepto de evidencia sobre la base de su conocimiento del ser sumamente perfecto. Ha establecido vínculos tan fuertes con su yo pensante, que ni siquiera al considerar de manera objetiva la idea de Dios parece haber logrado distanciarse de sí mismo.