La esperanza como semilla de vida y fortaleza

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¿Qué significa para nosotros la expresión: “La esperanza es lo último que se pierde”?


  • ¿Sentimos que en nuestro país hay esperanza? ¿Cómo nos damos cuenta?
  • ¿Cómo podemos sembrar esperanza en los hermanos que más la necesitan?
  • ¿Qué relación identificamos entre el signo de la escalera y la virtud de la esperanza?


La virtud de la esperanza


La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre. Es reconocer el sitio que ocupa el futuro en la vida religiosa del pueblo de Dios, un horizonte de felicidad plena al que, por vocación, están llamados todos los hombres desde el bautismo (cf.
Por lo tanto, la esperanza cristiana es la que le da sentido a toda la existencia, la que permite mirar la vida como un peregrinar hacia Dios, culmen y meta de la vida humana.
Posteriormente, esta esperanza alcanzó su punto culminante con los profetas, quienes anunciaron el cumplimiento pleno de todas las promesas con la instauración de una nueva alianza, el gran bien que Dios nos promete (cf.
Por el contrario, se convierte en fuente de alegría, seguridad y gloria, de ahí que, “la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Romanos 5, 5;
Como decíamos anteriormente, la esperanza es una semilla sembrada por Dios en nuestros corazones, ya como anhelo de felicidad, búsqueda de los bienes eternos o vivencia de las primicias, a través del Espíritu Santo que se nos ha dado y ha vertido el amor de Dios en nuestros corazones.
Cuando, ante la realidad difícil, dolorosa y fatigosa, mantenemos la mirada puesta en la luz, en las soluciones, sin desanimarnos, sabiendo que la historia, aunque no lo parezca, está dirigida por Dios, y que la última palabra la tiene Él con su soberano poder y amor por cada uno de nosotros.

La esperanza en América Latina


América Latina ha sido llamada el continente de la esperanza, no solo por saber integrar la oración, el sufrimiento y las acciones cotidianas en la búsqueda de la voluntad de Dios, sino por ser un continente que vibra con la fe.
En nuestro continente, aun con dificultad, se valora la dignidad de la persona, la sabiduría ante la vida, la pasión por la justicia, la esperanza contra toda esperanza y la alegría de vivir aun en condiciones muy difíciles que mueven el corazón de nuestras gentes.
Hoy más que nunca damos gracias a Dios y nos alegramos por la fe, la solidaridad y la alegría, características de nuestros pueblos trasmitidas a lo largo del tiempo por los abuelos, los padres, los catequistas y tantas personas anónimas, cuya caridad ha mantenido viva la esperanza en medio de las injusticias y adversidades.
Gracias a esta esperanza que hemos recibido hoy, anunciamos a nuestro pueblo colombiano que Dios nos ama, que su existencia no es una amenaza para el hombre, que está cerca con el poder salvador y liberador de su Reino, que nos acompaña en la tribulación, que alienta incesantemente esperanza, en medio de todas las pruebas.
Entre otras muchas semillas de esperanza, agradecemos a Dios la religiosidad de nuestro pueblo, que resplandece en la devoción a Cristo sufriente y a su Madre bendita, en la veneración a los santos, en el amor filial y sincero al Papa y a los demás pastores, en el amor a la Iglesia universal, en el querer ser la gran familia de Dios, a la cual nunca el Padre misericordioso deja sola o en la miseria.
Toda esta esperanza se ve alimentada por la multitud y la alegría de nuestros niños, los ideales de nuestros jóvenes, el heroísmo de muchas de nuestras familias que, a pesar de las crecientes dificultades, siguen siendo fieles al amor.
El compromiso con el Evangelio ha llevado a muchos a ejercer su responsabilidad con la evangelización, hoy nos corresponde ser verdaderamente discípulos misioneros del Señor Jesús, asumir con entereza y humildad la labor de ser colaboradores de Dios en la construcción de su Reino, “ya que somos colaboradores de Dios, y ustedes, campo de Dios, edificación de Dios” (1Corintios 3, 9).

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