La muerte como espectáculo: el caso de Juan Pablo II

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Edición del sábado, 4 de octubre de 2003



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VICENTE VERDÚ


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VICENTE VERDÚ


EL PAÍS - Última - 04-10-2003


Hace algunos días, el Ayuntamiento de St. Petersburg, una ciudad al oeste del Estado de Florida, aprobó apresuradamente una ordenanza prohibiendo los suicidios en público con fines comerciales o de entretenimiento. La causa desencadenante fue que la banda de rock duro Hell On Earth (Infierno en la Tierra) había programado un concierto con la atracción suplementaria de que un enfermo terminal perdiera la vida sobre el escenario.


Una vigente ley de Florida considera que asistir a una persona en un suicidio constituye delito de asesinato, pero ¿qué hacer si la persona se muere por ella misma y con el propósito de que se vea, dejándose llevar o sometiéndose al rigor de los modernos impactos acústicos? ¿La muerte pública como diversión, muerte en vivo como parte de las bellas artes? ¿La muerte como una consagración total al mundo del espectáculo?


Sin duda, el caso de Juan Pablo II, la misteriosa voluntad del Papa agonizante se relaciona fácilmente, en su apariencia, con el happening de Florida. Probablemente el Papa no busca el número exacto del Hell On Hearth pero ¿cómo no tener en cuenta su arraigada afición teatral, sus múltiples creaciones escenográficas en los viajes, su amor a la grandilocuencia y la publicidad? ¿Morirá en público el Papa? Varios supuestos parecen indicar que él mismo lo desea ardientemente, pero ¿lo permitirán sus guardianes oficiales, la liturgia y el séquito? Nunca sería una terminación trivial al modo de los anónimos enfermos terminales de Florida, sino que podría presentarse, en respetuosa línea sucesoria, como un fiel remedo del Gólgota.


Los próximos días, según analistas y cardenales, serán los últimos del Papa, pero la expectativa del gran público no se centra tanto en cuándo se producirá la defunción como en dónde se realizará la función. A un Papa mediático le corresponde un gran plató, a un apostolado esparcido por la entera superficie del mundo le pertenece un suspiro a la intemperie. No es temerario creer que el Papa ha intentado repetidamente que fuera así. ¿Lo logrará? La diligencia y la lealtad de los funcionarios religiosos más cercanos se mide ahora por el máximo cuidado del suceso y el directo.


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